EL ADIOS DE HUGO
Carlos Hernández 73164; Fueron apenas 10 segundos.
Y su cuerpo llenito a sus 39 años y 8 meses vistió por última vez la camisa verde que portó durante tres Mundiales.
10 segundos que le permitieron apenas recibir el toque inicial de Luis Hernández, retrasar a García Aspe, quien le regresó el esférico, lo pateó dos veces y lo alzó con ambas manos; lo besó entre el aplauso de los asistentes, que poco a poco se pusieron de pie. Fue el adiós en tierras mexicanas del mejor jugador en la historia de este futbolero país.
Fue un homenaje así, apenas, apenitas, tan sin chiste como breve.
No fueron los 10 minutos que se habían anunciado (``no jugé más tiempo porque quiero que la gente se quede con el recuerdo de la despedida del Real Madrid, del 29 de mayo de 1997 en que anoté tres goles'') y no pudimos ver su huguiña, ni ese don innato para saber dónde nacen los goles, ni sus piruetas que hicieron época, ni mucho menos su escorpión, que ya el cuerpo no da para tanto.
Pero fue, finalmente, el homenaje que durante tanto tiempo le negaron los dirigentes que tienen a este futbol con más patadas afuera que adentro de la cancha.
A Hugo, sin embargo, (pareció que) no le importó. Y para él quedarán esos gritos-porras-aplausos, que los cerca de 90 mil aficionados le regalaron durante los 7 minutos en la noche del adiós de alguien que empezó con Pumas y que terminó siendo llamado, simplemente, Hugol.
Y quedará --más allá de ese homenaje tan poca cosa para tan gran goleador-- el grito de un aficionado que resumieron el sentir popular: ``¡Gracias, Hugo!''.
Todavía Hugo ni llegaba al estadio (arribó después de las 20:15 horas, afectado por un accidente de tránsito en el Periférico) cuando los fanáticos ya estaban coreando su nombre y fue él mismo quien salió al frente del Tri, con su número 9, el gafete de capitán y sus hijos, Hugo y Hemma, de la mano, también vestidos de seleccionados.
Fue perseguido por los fotógrafos tal como lo hicieron los defensas en sus buenos años. Al ritmo de Las Golondrinas, con el lábaro patrio en el brazo izquierdo y el adiós en el derecho dio la vuelta a la cancha cobijado por los aficionados de pie, aplaudiendo y despidiéndolo con gritos sinceros y emotivos de ``¡Hugo-Hugo!''.
Después, el Pentapichichi realizó una especie de ritual final: fue al punto central, colocó ahí la bandera y besó el pasto y fue a despedirse de Campos y enfiló a la salida, repartiendo más besos a los aficionados y se perdió en el túnel y entonces se inició su leyenda.