A cada momento estoy en peligro de descubrir el Mediterráneo y explico con asombro cosas quizá muy evidentes y conocidas. Mi Mediterráneo de bolsillo es ahora San Francisco. Vivo en una zona llamada pintorescamente el Tenderloin, es decir un corte de carne esencialmente mórbido y sabroso, y es eso justamente, un corte de carne, varias calles donde deambulan los drogadictor, los simplemente alcohólicos (``para qué mentir, me hace falta una cerveza'', escribe en un pedazo de caja de cartón un güero con chamarra, botas, bigote y un vasito de plástico desechable donde colecciona las monedas), los sin hogar (carritos de supermercado con cojines, colchas, ropa y objetos varios, ocupando los quicios de las puertas), los discriminados fumadores y, hasta hace tres semanas, las prostitutas.
Son sólo dos calles las que son pintorescas o peligrosas, y desde que oscurece no hay que circular por allí; la calle de mi edificio parece más segura, se trata de una construcción art deco bastante alta para los estándares de esta ciudad, tiene portero (sin uniforme), el hall parece una copia desvaída de una película de los años treinta y tiene una mezcla curiosa de habitantes, señoras ancianas, viejos retirados, algunos jóvenes despistados, distintas minorías. Uno o una (al fin pequeño(a) burgués(a) del subdesarrollo en una región donde el political correctness es necesario) recorre esas calles como asustado(a), medio aprisa, a veces un poco asqueado(a) del olor, de los escupitajos, de las sospechosas manchas de líquidos diversos que junto con papeles, cáscaras de frutas, periódicos, llenan las calles, además de los transeúntes ordinarios como yo que tomo tres veces a la semana mi Bart, el metro que me lleva a Berkeley en mi conmuting semanal, como si en México, en Coyoacán donde yo vivo, no hubiera algunas cosas semejantes, aunque la miseria sea menos próspera, por ejemplo, en Berkeley, y como contraste, un mendigo pide limosna desde su piano, autotransportable.
Una amiga me explica que la ley les permite a los mendigos pedir limosna, pero antes deben pasar por varias lecciones de adoctrinamiento, aprender a ser educados y mendigar utilizando ciertas fórmulas de cortesía y aunque no reciban ninguna limosna deben desearle a uno ``que pase un buen día''. Al terminar esas dos calles, ese no (wo)man's land pintoresco y oloroso a miseria supradesarrollada, empieza la zona comercial y financiera: los grandes hoteles, el Hilton, el Niko, los señores que hablan en su celular mientras empieza su próximo sesión o su tour; las grandes tiendas de Union Square, Macy's Saks Fifth Avenue, Neiman Marcus, Armani, Versace, Calvin Klein, Max Mara... Y de repente, de nuevo, otro barrio al dar vuelta a una esquina, el China Town con todos sus chinos que hablan chino y sus pagodas y sus desfiles, y los niños hablando un perfecto inglés americano.
Suelo ir a Mission, el barrio latino o a Castro, el barrio gay, cuyas tiendas exhiben ropa de varón con modelos hercúleos, semidesnudos, a veces revestidos de correas o cadenas; con librerías especializadas, pomadas, vaselinas, videos, condones, absolutamente cotidianos, y muchos restoranes donde la clientela es casi exclusivamente de hombres; por la calle de Castro pasean algunos vestidos de cuero negro con un escote sensacional, que enmarca con perfección su trasero, como se hacía con el pecho de algunas mujeres, generalmente las prostitutas, cosa que, me dicen, es normal desde hace 15 años.
¿Un barrio pecaminoso, como me sugiere un amigo que pasea por allí? ¿O simplemente un lugar que clasifica y ordena la sexualidad? ¿Otra forma de ghetto, pero orgulloso de serlo? ¿Pueden aceptarse todas las modalidades de la sexualidad siempre y cuando puedan clasificarse, codificarse, colocarse en lugares específicos como en la época de la Colonia se clasificaban --para intentar tenerlas bajo control-- todas las cruzas de razas, el mestizo, el mulato, elcastizo, el lobo, el salta en el aire...? ¿Exige la diferencia sexual un encasillamiento? ¿Debe territorializarse esa diferencia, como se territorializa la nacionalidad minoritaria?