A seis décadas de la gesta histórica en la que el general Lázaro Cárdenas nacionalizó la industria petrolera, ésta pasa por una circunstancia crítica y peligrosa. No sólo persiste el empeño gubernamental por privatizar la petroquímica, sino que se mantiene el esquema de explotación depredatoria de Petróleos Mexicanos: mientras que el trato fiscal hacia Pemex es casi confiscatorio, la inversión que se le destina -ya no de prospección y expansión, sino de mero mantenimiento- es claramente insuficiente y ha generado obsolescencia y fallas en la infraestructura petrolera.
Para entender este estado de cosas viene al caso recordar algunos antecedentes. Tras el sexenio de José López Portillo (1976-1982), durante el cual, de manera por demás irresponsable, se apostó prácticamente todo el proyecto económico nacional a los ingresos por exportación de crudo y se sobredimensionó la importancia de la industria petrolera, no como un pilar racional del desarrollo y la soberanía, sino como una chequera presuntamente inagotable, la economía nacional quedó en una situación precaria: dependiente del petróleo, pero en un contexto internacional de abruptas caídas en los precios del crudo. En esa situación, se optó por mantener los niveles precedentes de extracción y exportación petrolera, pero se abandonó la expansión y el mantenimiento de la planta.
En lo político, la estrategia lopezportillista contribuyó a incrementar el enorme poder caciquil que había venido concentrándose en la cúpula del sindicato petrolero, lo cual se tradujo en niveles de corrupción sin precedentes y en graves distorsiones institucionales en las regiones de extracción y refinación, en las cuales los líderes sindicales actuaban como máximas autoridades civiles, por encima de ayuntamientos y hasta de gobiernos estatales. Tal situación se mantuvo a lo largo del sexenio de Miguel de la Madrid.
Una de las primeras acciones del régimen salinista fue precisamente la liquidación -por la vía judicial, en un proceso viciado y lleno de irregularidades- de la mafiosa dirigencia sindical, pero no para propiciar la democratización del gremio petrolero sino para asegurar el sometimiento de éste al Poder Ejecutivo. En lo económico se imponía, ciertamente, la necesidad de ``despetrolizar'' la economía, pero el gobierno de Salinas fue más allá: implantó una inocultable política de desmantelamiento de Pemex, política que se ha mantenido hasta la fecha.
A pesar de los empeños del proyecto neoliberal que ocupa el poder desde 1988 por privatizar la industria petrolera nacional -en bloque o en partes-, ello no ha podido realizarse, no sólo porque los intentos por iniciar el proceso de privatización han adolecido de errores legales y administrativos, sino, principalmente, por una clara y mayoritaria oposición a la venta de Pemex a inversionistas privados.
Sin embargo, persiste el achicamiento de Pemex por la vía de la sobreexplotación de la paraestatal por parte del gobierno, al grado de que pareciera haber, tras este manejo, una consigna no explícita de convertirla en una entidad deficitaria para forzar su desincorporación.
Frente a esta actitud lesiva para la industria petrolera -y para la soberanía y el desarrollo nacionales, de los cuales Pemex sigue siendo un pilar de primera importancia-, corresponde a la sociedad y a los partidos políticos elaborar alternativas que permitan el rescate de Petróleos Mexicanos. Una de ellas podría ser la conversión de la paraestatal en una empresa con plena autonomía administrativa que le permita reinvertir y crecer, y a la cual se apliquen las tasas impositivas normales; una empresa que, sin dejar de ser propiedad de la nación, pueda subsistir, competir y crecer en el contexto de la economía global, y siga siendo, de esa manera, un instrumento primordial para el desarrollo social y económico del país.