Aunque factible, es poco frecuente asir el tiempo. No sólo al otear las manecillas de los viejos relojes de cuerda o al ver en el basurero las páginas de los viejos calendarios, sino al observarse uno mismo, haciendo un paro en este convulso mundo que no deja de moverse y que evade el interior. Detener el tiempo es incómodo: quien lo hace queda desarmado, aislado ante sí. Ver el tiempo es preguntarse, deshilacharse. Y si la vida son algunas horas, varios días con sus meses y finalmente unos cuantos años, lo peor que puede sucedernos es que se escurra, que se diluya o que huya antes de atraparla sin siquiera haberla conocido. El mal, la escisión, proviene de la prisa que el hombre ha dado a los días. El resultado es evidente: la materia fundamental de los huesos y del alma no encuentra acomodo en el tiempo. Caminan disparejos: el tiempo del ser es distinto del de Chronos. En cambio, en el pasado, contextualizar el cuerpo en el tiempo era arte e idea común: se sabía de la existencia porque se vivía la muerte.
La revolución industrial y sus logros tecnológicos -buenos y malos- transformaron, para siempre, la experiencia de la cotidianidad. Amistad, ocio, oír-ver, familia, silencio, fraternidad y la vivencia de la muerte son, lamentablemente, ya sólo sabidurías del pasado. Lo que antes era habitual, ahora es extravío. Lo que era normal ahora es anormal. Una de esas pérdidas fundamentales es, sin duda, la comprensión del fenómeno de la muerte.
Tal desencuentro puede apreciarse con exactitud en las vivencias de los budistas tibetanos, filosofía cuyo entendimiento de la muerte es infinitamente superior a la del mundo moderno. Tras la invasión china en 1959, se vieron obligados a abandonar su país y refugiarse en Occidente. Pronto descubrieron que a pesar de los éxitos científicos y tecnológicos, no existían los cimientos ni la cultura para digerir la muerte, ni para entender que la realidad de la vida depende de su finitud. Era evidente que la tecnología controla la realidad pero ahuyenta la experiencia de la muerte. O lo que es lo mismo, la vida-modernidad nos ha querido inmunizar contra el mal que supone el fin.
Testigos silentes son la desaparición gradual de la representación de la muerte en la sociedad moderna o las insanas distancias de familiares y personal médico ante el dolor del moribundo. Hans-Georg Gadamer lo expresa de otra forma: ``No es solamente que la procesión funeraria -cuyo recorrido invocaba a las personas para que se quitasen sus sombreros ante la majestad de la muerte- haya desaparecido de las vidas de las ciudades modernas, sino que la muerte se ha despersonalizado''. ``Lo que no se oye no existe'', pareciera ser dogma de fe en nuestras sociedades.
¿Es acaso importante hablar de la muerte? La expiación como parte esencial de la vida debería ocupar un sitio en la enseñanza escolar, familiar y religiosa. Así, su temida faz podría cambiar y permitirle al individuo, hasta donde sea posible, prever cómo afrontar el fin.
Recurrir al pasado podría fortalecer nuestros diálogos. Ya sea vindicando la antigüedad, en donde la muerte se representaba como el hermano del sueño, a diferencia del medroso esqueleto de la Edad Media cristiana, o bien al recordar la imagen de Sócrates antes de ingerir la pócima que le produjo la muerte.
Reprimir los diálogos sobre la muerte ha sido una de las equivocaciones de la modernidad. Silenciar lo inocultable ha impedido escuchar las voces de incontables enfermos incurables que solicitan ayuda al avizorar su fin y que buscaron, infructuosamente, las vías para decidir cómo y cuándo debe bienvenirse la muerte. La comprensión de algunas enfermedades, y el difícil momento cuando medicina y doctor declaran que lo único que pueden ofrecerle al paciente terminal son consuelo y medidas que mitiguen el dolor, podrían fortalecerse precisamente de las solicitudes de esos enfermos.
No hay duda de que existe espacio suficiente para asimilar los logros de la ciencia, sin menoscabar la escucha obligada que requieren los enfermos. El asunto primigenio es tender los puentes entre ambas realidades, sin olvidar que el doliente, antes de ser sujeto médico, es un ser independiente con derecho y capacidad para decidir. No es, por ende, gratuito el resurgimiento del interés público por la eutanasia. Por medio de ella la muerte ha sido, para muchos, menos dolorosa y no siempre un dilema.