El tema de la presencia de extranjeros en el país, y particularmente en torno al conflicto chiapaneco, ha estado en el debate público desde que el mes pasado algunos informadores y diversas oficinas públicas emprendieron, en sintonía, una campaña de opinión pública para dar cuenta de la supuesta injerencia de ciudadanos de otras naciones a favor de la causa zapatista. La campaña pronto derivó en un recrudecimiento de las expulsiones de extranjeros por parte de la Secretaría de Gobernación. Particularmente cuestionada fue la deportación del párroco de Chenalhó, Jean Michel Chanteau.
La presencia del laureado escritor portugués José Saramago, que llegó a México con la explícita intención de solidarizarse con los indígenas rebeldes y denunciar la situación de acoso en que se encuentran, ha vuelto a colocar el asunto en el interés de la opinión pública. Y si bien en el caso del novelista lusitano el gobierno se ha abstenido de expulsarlo, los actos de xenofobia siguen presentándose en diversas circunstancias.
Particularmente vergonzoso ha sido el episodio protagonizado por Alfredo Zepeda Garrido, alumno de la Universidad Autónoma de Querétaro y funcionario de la Secretaría de Gobernación, quien, tras haber sido reprobado en un curso de teoría política por el profesor austriaco Stefan Grandler, pidió la expulsión de nuestro país del académico y lo acusó -sin fundamento- de participar en actividades políticas nacionales.
Esos y otros actos de hostigamiento contra extranjeros, que podrían llegar a configurar un clima y un patrón del todo indeseables, no sólo contradicen la tradición mexicana como tierra de inmigración y asilo, sino que resultan incongruentes con la inserción del país en los procesos de globalización y con las nuevas realidades de la interdependencia internacional.
De 1988 a la fecha, las autoridades han emprendido una profunda desregulación en los ámbitos económico, financiero, administrativo y policial, y han establecido con ello condiciones de gran libertad de operación para empresas, inversionistas e instancias gubernamentales de otros países. En ese contexto, la DEA o el Departamento de Comercio de Estados Unidos, la nunciatura vaticana y los inversionistas extranjeros, por ejemplo, están en posibilidad de influir en la realidad nacional -en sus facetas política y económica- de manera mucho más dramática y decisiva de lo que pudo haberlo hecho el padre Chanteau con su labor pastoral y humanitaria.
En el contexto del debate generado por la acción gubernamental, el presidente de la Academia Mexicana de Derechos Humanos, Oscar González, se manifestó ayer por la modificación del artículo 33 constitucional, el cual, en sus términos actuales es, a juicio del declarante, violatorio de los derechos fundamentales.
El precepto constitucional mencionado no es el único caso. Existe, en la legislación nacional, una multitud de disposiciones que veta el acceso de extranjeros y de ciudadanos mexicanos descendientes de extranjeros a puestos, cargos, funciones y actividades -el artículo 82 constitucional es el ejemplo más claro en este sentido-, o que otorgan a las autoridades facultades discrecionales para aprobar o prohibir su estancia en territorio nacional.
No puede ignorarse que la tendencia a acotar y limitar la participación política, administrativa y económica de ciudadanos de otros países y de sus descendientes, la cual se encuentra presente en casi toda nuestra legislación, tiene razones históricas fundadas, en la medida en que el Estado mexicano se construyó frente a tenaces y agresivos intervencionismos foráneos, como el estadunidense y el francés, que esgrimieron la defensa de sus ciudadanos y de sus intereses como pretexto para sus atentados contra la independencia, la soberanía y la integridad territorial de México.
Sin embargo, en el contexto contemporáneo debe debatirse la pertinencia de esas regulaciones restrictivas o atentatorias de garantías y principios jurídicos fundamentales en relación con los extranjeros.
Esta necesidad se ha hecho más evidente ante el doble rasero con que el gobierno ha hecho uso de sus facultades discrecionales para impedir la participación de extranjeros en asuntos internos, un doble rasero que se hizo patente en la tolerancia ante la reiterada impertinencia del nuncio Justo Mullor, por una parte, y la fulminante expulsión de Chanteau, por la otra.