La dicotomía no podría ser más neta. Estar en la oposición significa sostener que todo es posible; estar en el gobierno supone a menudo pensar lo contrario: casi nada lo es. De una parte el principio de la voluntad, de la otra el valor supremo del realismo. Son dos éticas, como bien sabía el maestro Weber: voluntad y responsabilidad. El conflicto se vuelve a proponer con agudeza en estos días. Y el disparador es la caída de los precios del petróleo. ¿Qué hacer? ¿Cuidarse de la inflación y de la inestabilidad cambiaria o cuidarse de los estragos de una pobreza que impone crecimiento y más crecimiento? Y el mismo tema surge acerca de la autonomía de la política económica. De un lado oposiciones que olvidan que la economía mundial no es un complot de la CIA sino una compleja realidad histórica con la cual hay que hacer las cuentas. De la otra gobiernos que parecen olvidarse que además de la economía mundial existen países concretos con necesidades específicas que requieren específicas intervenciones. La convivencia de voluntad y realidad no puede ser fácil.
Y ahora, leyendo los periódicos -en ocasión de la 34 Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo, este año en Cartagena de Indias-, uno descubre que América Latina gasta 2 por ciento de su producto interno bruto en prevención y corrección de una violencia cada vez más grave y extendida en la región. La línea está casi alumbrada: pobreza, violencia, inseguridad, más pobreza. ¿Cómo romper esta espiral que en los próximos años podría tener consecuencias devastadoras para las sociedades, las economías y las instituciones latinoamericanas?
La respuesta es obvia y sin embargo supone un altísimo grado de dificultad práctica: conciliar voluntad y realidad. Un bosque de trampas y falsos atajos. No se combate la pobreza con tentaciones de retornos autárquicos. No se combate la violencia con simples acciones de policía. Conciliar voluntad y realidad significa reconocer, del lado de los gobiernos, que las políticas económicas de la región adolecen de un vicio fundamental: la incapacidad de hacer avanzar al mismo tiempo eficiencia productiva y bienestar social. Los economistas ortodoxos, al servicio de los gobiernos o no, parecerían incapaces de reconocer lo obvio: sin bienestar la eficiencia no es sostenible en el largo plazo. Ningún país puede vivir, en alguna forma razonablemente pacífica, con estructuras productivas del siglo XXI y niveles de bienestar del siglo XIX. Será banal pero meter esto en la cabeza de los hacedores de esta edad neoliberal y neopositivista es tarea de escasas posibilidades de éxito.
¿Cómo conciliar eficiencia y bienestar? Si es lícita una respuesta desde la no-responsabilidad de una opinión periodística, yo centraría la atención en tres puntos: agricultura, pequeñas y medianas empresas y educación. Es obvio que ahorros, inversiones, estabilidad de los precios, cuentas públicas y externas (relativamente) equilibradas son condiciones ineludibles. Y sin embargo los tres temas mencionados parecen determinantes para cumplir tareas ineludibles: crear oportunidades de empleo, integrar economías regionales dinámicas, consolidar tejidos productivos competitivos y abastecer a estos tejidos de mano de obra capacitada. Después de lo cual uno se pregunta si será posible la activación de economías regionales dinámicas sin reformas políticas que permitan la consolidación de autoridades políticas locales eficaces y técnicamente capacitadas? Conclusión: imaginación estructural y habilidad política democrática no son adornos de la política económica. Sin ellas no se va a ningún lado.
Creer que el crecimiento es variable dependiente de las inversiones (externas o internas) y del equilibrio macroeconómico es una verdad pequeña, o sea, una ingenuidad.