Pedro Miguel
Pinochet

De unos años a la fecha han ido apersonándose en el brumoso escenario de la democracia continental algunos personajes de caminar no muy bípedo, mandíbula prominente y quepis reglamentario: gorilas.

La normalidad institucional les devuelve los espacios que no pudieron mantener a garrotazos y picanazos y cementerios clandestinos. Hugo Bánzer, antigua cabeza de una tiranía delictiva, preside ahora de nuevo, gracias a los sufragios, el Estado boliviano. Efraín Ríos Montt, exterminador de indios y representante ejemplar del protestantismo contrainsurgente, se encuentra en los primeros lugares de preferencia electoral en Guatemala.

Las clases políticas de la región, que en algunos casos fueron fabricadas por los regímenes militares, no parecen estar demasiado molestas con la presencia de sus nuevos socios. Antes de apresurar una crítica habría que conceder que, en Centroamérica, esta misma tolerancia permitió la asimilación rápida a las fiestas de sociedad de una buena cantidad de ex comandantes guerrilleros, cosa que parece causar la felicidad de todo el mundo, empezando por la de los nuevos oligarcas de pasados foquistas o insurreccionales.

Tal vez haya que felicitarse porque vamos a llegar al siglo XXI, por fin, con una esfera política cosmopolita y cool. Además, la democracia no se va a morir sólo porque pululen en sus instituciones --parlamentos, partidos, presidencias-- algunos asesinos arrepentidos y dispuestos, a cambio de su impunidad, a aportar su mejor esfuerzo en la construcción de un mañana mejor. Ah, y antes de que alguien adelante exoneraciones no pedidas, aclaro que cuando digo asesinos me refiero, en casi todos los casos, a los ex militares y no a los ex guerrilleros.

Se ha podido vivir con estas presencias. Acaso la solución para hacerlas compatibles con la normalidad democrática sea construir vomitorios anexos a los edificios parlamentarios para que los políticos aquejados de conflicto moral puedan resolverlo de manera discreta y rápida. Todo sea en aras de la convivencia y la reconciliación nacional.

Casi todo se vale en esa perspectiva.

Pero Pinochet es otra cosa. Está en otra categoría. No es uno más entre los viejos caníbales de los años setenta. Tal vez no sea, entre todos los gorilas, el que ostente más cadáveres o desapariciones en su foja de servicios. Tal vez no sea, en lo personal, el más perverso de los generales que ensangrentaron la región. Pero, para su orgullo o para su vergüenza, su mueca de perro uniformado con lentes oscuros se ha convertido en un símbolo chileno, latinoamericano y mundial de la maldad armada, del destazamiento de cuerpos inermes, de la demolición de las instituciones cívicas por medio de bombardeos aéreos. Admitirlo en un Senado, en cualquier Senado, es como inaugurar un monumento a Hitler, es como permitir que Idi Amín Dada y Pol Pot ocupen de manera alterna la Secretaría General de la ONU, es como negar dos millones de años de evolución, es como permitir que un sifilítico defeque y eyacule sobre el rostro de un recién nacido.

No vale, en este caso, argumentar que se trata de un asunto interno de Chile o de una concesión necesaria de la política, porque eso sería tanto como la pretensión de reducir la destrucción de Hiroshima a un problema municipal o justificar la Noche de los Cuchillos Largos en función de razones de Estado.

Tener a Pinochet en un poder Legislativo, en cualquier país, es una mancha impresentable para la institución, para el resto de las instituciones nacionales, para el continente de que se trate, para el mundo. El senador Pinochet es una contaminante y pegajosa vergüenza para toda la especie.