José Blanco
Libertarios autoritarios

Una amplia proporción de la sociedad mexicana vive una gran juerga de libertades, mientras en el alma de los mexicanos habita aún una terca veta autoritaria heredada por la historia. Esta sociedad es hija del autoritarismo brutal de las culturas indígenas precortesianas, del autoritarismo brutal de los colonizadores, del autoritarismo de los bandos que en el XIX querían cada uno para sí el poder de un Estado que había que construir, del autoritarismo del Estado oligárquico, del autoritarismo del Estado revolucionario. Esa historia hizo familias organizadas en la opresión ejercida por unos padres autócratas sobre unos hijos sometidos, mismos que un día fueron padres y repitieron puntualmente la lección aprendida (como en todo, se sabe, hay grados).

Un segmento creciente de la sociedad a partir de 1968 ha luchado intensamente contra el autoritarismo o, si se prefiere, en pro de ganar espacios de libertad crecientes. Cuando en la lucha por la libertad había unos pocos, identificar al autoritario fue cosa fácil: papá, mamá, el presidente, el gobierno todo en todos sus niveles y posiciones y, en corte transversal, los hombres con su tiranía sobre las mujeres. Había que cambiar de raíz a la familia tradicional autoritaria (en la que, según un decir de mujeres mexicanas, la mujer decide y el hombre manda). Había que cambiar la política, el gobierno, la educación.

Cuando los pocos se volvieron muchos en reclamo de libertades, el asunto se complicó ad infinitum; el autoritario ya no era tan visible: irremediablemente todos se dieron de frente contra el alma autoritaria de todos, cada uno se topó con el autoritarismo de los demás y su siniestra intolerancia. Todos sufrimos hace tiempo este hecho; los desgarramientos de familias y de amistades, de grupos antes solidarios, de asociaciones, y más, han estado al orden del día. Y lo peor: el autoritarismo puede estar en cualquier parte, excepto en uno mismo.

Continuamos viendo en la figura presidencial a un autoritario. Miembros de todos los partidos ven en muchos de sus dirigentes la personificación del autoritarismo. Los caciques indios y no indios persisten; los Rodríguez Alcaine, también; los Rivera Carrera, no se diga. Los padres autócratas no son una especie en extinción. Prosigue en general el predominio de varones sobre mujeres. Sigue siendo un placer malsano de muchos mexicanos y mexicanas poder imponer la voluntad propia al otro o a los otros. Y todos queremos fulminar al autoritario (lo cual implicaría la autofulminación).

La ciega lucha contra nuestro propio autoritarismo, en la forma en gran medida de todos contra todos, es parte del desbarajuste social y político en el que nos ahogamos. Nada cambiará, empero, en tanto no reconozcamos con naturalidad el derecho a la libertad de todos los demás y el no derecho de todos a impedir el libre despliegue de los atributos humanos de todo mundo: el derecho a pensar, a decir, a actuar, a asociarse, a realizar cualquier actividad autorizada o no prohibida por la ley.

Saludo con efusividad el valor y la honestidad del Partido Acción Nacional por atreverse a usar --en este clima irrespirable-- su derecho a la libertad de opinión y hacer entrega al Senado de una iniciativa de reformas relativas a los derechos de las comunidades indígenas de este país, que no puede sino ser congruente con sus principios (como dice Marcos, ``uno es el que es y no puede ser otra cosa''). Saludo también la iniciativa enviada por el gobierno (cuyo contenido me era desconocido al escribir estas líneas). Saludaré igualmente todas las iniciativas enviadas por quien quiera contribuir a solucionar un problema nacional que incluye pero sobrepasa en varios años luz al conflicto representado por las demandas y comportamientos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

Esas iniciativas, según algunos ciudadanos zapatistas y prozapatistas, confundirán y complicarán más el problema chiapaneco. Creo que eso ocurrirá. Pero la confusión se supera con claridad de conceptos y la complicación es imperioso aceptarla y procesarla, porque hacerlo es parte consustancial de una democracia. Nadie en este país puede callarle la boca a nadie.

Los impulsos autoritarios deben ser echados al baúl de lo inservible, para estar dispuesto a llegar a acuerdos asumiendo que cada comensal a la mesa tiene su propia cabeza. Tratándose de la Constitución Política, todos tenemos vela en ese entierro. Expliquemos nuestros desacuerdos acallando al taimado autoritario que llevamos dentro. Sólo a ese se vale callar: al autoritario propio.