La Jornada 16 de marzo de 1998

Saramago: la memoria de Acteal no debe desaparecer

Hermann Bellinghausen, enviado, Acteal, Chis., 15 de marzo Ť Una montaña se lleva José Saramago. Una pequeña montaña que le cabe en al bolsa del pantalón, idéntica a la escarpada serranía de los Altos, esta tierra de los pueblos tzotziles, y nacida de ellas, la roca que recoge del suelo de Acteal el escritor portugués pesa en la mano como un siglo, como una vida entera.

Más tarde, al iniciar el regreso a Jovel, la muestra con triste orgullo a Pilar, su compañera.

-Mira -le dice-, recogí una piedra.

Al parecer tiene la costumbre de tomar piedras de los lugares que visita. No todos, asegura; no dice de cuáles sí. Alza contra la luz de la tarde el trozo de suelo basáltico, piramidal, con la base apoyada en su palma, entorna los ojos y guarda silencio. A su pesar quizás, muestra reverencia.

Lo inundan las cosas que vio, las voces que oyó, la gente que acaba de conocer para siempre, en el municipio autónomo de San Pedro Chenalhó. Recorrió el campamento de sobrevivientes de Acteal, los campamentos de desplazados en Polhó, conoció el campamento militar de Majomut, y ante todo, escuchó.

Memorial de Acteal

Para presentarse ante un grupo de hombres de Las Abejas, que viven su refugio en Acteal, Saramago les dice que vino a compartir un poco con ellos.

-Quiero sentir el lugar donde ocurrió todo esto- dice, y enseguida emplea la palabra amistad a voz casi baja.

Antonio Gutiérrez, vocero de los indígenas, se presenta:

-Aquí estamos. Aquí es el lugar de Acteal. Aquí están enterrados nuestros 45 hermanos. Aquí están los familiares sobrevivientes-, y señala con la mano a su alrededor: las cabañas donde habitan hasta 15 familias juntas, el templo rústico donde acaba de concluir la ceremonia dominical, el ``suelo sagrado'' donde yacen los caídos y donde ya se edifica una iglesia de piedra y ladrillo.

-Con nuestra palabra, venimos a mostrarles nuestra solidaridad -replica Saramago-, no queremos entrometernos, no queremos hacer un espectáculo de nuestra visita.

Se refiere a Acteal como ``lugar de una memoria que no puede de ninguna manera desaparecer''.

-Sabemos lo que ocurrió y no lo queremos olvidar-, remata Saramago.

Enseguida Sealtiel Alatriste, su editor mexicano, expresa condolencias a los indígenas, y dice que con esta visita se intenta ayudar ``a que no se repita lo que ocurrió aquí'', y expresa una especie de compromiso:

-Ojalá esta visita sirva para preservar la paz y la dignidad de ustedes.

Después toma la palabra Antonio Gutiérrez, diciendo ``que el priísta ya quiere perderse'', y por eso ataca a sus hermanos. Hace profesión de fe.

-Dios resuelve el problema. Estamos con la oración, no con las armas-, y hace un relato minimalista de lo ocurrido el 22 de diciembre en ``el lugarcito aquí, en Acteal'', por ``el único delito de no ser del PRI''.

-Nuestro compañero Alonso llevaba la oración cuando empezaron los balazos de los paramilitares. Pero cómo suena, decía. Parece que hoy nos vamos a morir, le decía a su mujer. Pero a ella le dio un tiro por la espalda, la atravesó, y también le dio a su hijito, que cargaba, y Alonso le dijo, mujer, mujer, ¿a poco ya te moriste?

Antonio reconstruye el fin de su compañero Alonso, con un acento muy cristiano:

-Entonces rezó, perdónalos señor. Estos hombres no saben lo que hacen, le pegó a él otro tiro y allí murió, encima de su mujer.

Carlos Monsiváis, quien también acompaña al escritor portugués, recuerda el 25 de diciembre, aquí mismo, cuando fue el entierro de los masacrados, y expresa que oir otra vez la historia lo vuelve a conmover profundamente.

El rostro de José Saramago se tensa por momentos, en oleadas de inocultable indignación. Oye a Antonio exigir ``el respeto de las garantías individuales, el reconocimiento de nuestras tierras, que se haga justicia y el cumplimiento de los acuerdos de San Andrés''.

-Nos han privatizado nuestros derechos- expresa Antonio, rodeado de mujeres descalzas, niños que retozan, y unos cuantos periodistas.

Después conducen a Saramago y sus acompañantes por la ``tierra sagrada'', le muestran la hondonada donde se consumó la matanza, la ermita al fondo, y en fin, los escasos rincones del sitio. En algún momento conoce al niño Jerónimo, con su mano destrozada el día de la matanza; del muñón sobresale un solo dedo.

Antonio agrega que existen en Chenalhó 270 paramilitares armados, sólo 65 están presos.

-Los demás siguen ahí, en nuestras comunidades, no podemos retornar. Como llegaron los militares, enterraron sus armas, pero si regresamos, luego las van a sacar.

El cerco de Polhó

Un rápido recorrido en carro por la hondonada de Majomut les basta a los Saramago para capturar dos imágenes rápidas: el gran campamento del Ejército Mexicano en todas las laderas, y el beneficio de café cerrado y en vías de abandono. Poco antes los detuvo un retén de migración; los agentes apuntaron sus nombres, checaron la vigencia de sus cartas de turista, y les preguntaron a dónde iban.

(La misma pregunta habían hecho los militares en la cabecera municipal constitucional).

Al dar la vuelta por la carretera, sobre el valle de Polhó, Pilar descubrió las dimensiones del cerco militar. Y más tarde, al trepar afanosamente a uno de los ocho campamentos de desplazados que hay en Polhó, expresó un sobrecogimiento.

-Pero si los tienen rodeados. Si deciden disparar sobre ellos, va a suceder lo mismo que en Acteal.

Sobre todo, después de escuchar los temores de Luciano vocero del concejo municipal autónomo:

-Los soldados federales lo que quieren es atacar los campamentos de desplazados.

En un principio, Luciano muestra recelo ante la presencia de los escritores. No por ellos, les aclara, sino porque les informaron que se encuentra en las inmediaciones José Pérez Pérez, quien funge como traductor de los reporteros de televisión.

-Ese señor participó en meter armas y balas los días de la matanza.

Cuando se cerciora que ese señor no viene con los periodistas de prensa y televisión, accede a dirigirles unas apresuradas palabras.

-Estamos todos en reunión-, se excusa, para verificar si están vivos hombres y mujeres, y para ver si se repartieron bien los tres kilos de maseca que se dio a cada familia.

Luciano ennumera los problemas inmediatos, así que disculparán la prisa:

Somos nueve campamentos y estamos muy escasos de alimento. No tenemos leña. Estamos muy montonados aquí. Somos como 10 mil 400 desplazados aquí en Chenalhó.

Se re tira de regreso a su reunión pero invita a Saramago a recorrer alguno de los campamentos. Los visitantes caminan un kilómetro, hacia atrás de la ``Clínica autónoma Emiliano Zapata'', y visitan un caserío hecho de plástico y lámina de cartón. Varias decenas de familias se aprietan para habitar un promontorio. En precario patio de una casa de estas, un hombre se apoya en un palo, rodeado de sus pertenencias; un par de sandalias, un comal, un tapanco, un perro. Sonríe, con una dentadura grande. Su mujer y sus hijas, alzando sus rostros cenicientos, sonríen también.

Saramago ya no habla. Camina entre los niños, mira el panorama de todos los campamentos del Valle, y acude finalmente a una entrevista con Domingo Pérez Paciencia, presidente del consejo municipal autónomo. Tanto Pérez Paciencia como el escritor portugués lucen cansados, o un poco abrumados, y seguramente con la cabeza en varios pensamientos simultáneos. Sentados, frente a frente, en apariencia lejanos, ambos se muestran abrumadoramente claros del poder de la urgencia. Pérez Paciencia afirma: ``Pero nosotros, aquí vamos a resistir''.

Cuando los visitantes se despiden del presidente del consejo autónomo, llega un hombre con la noticia de que acaba de haber un tiroteo sobre Acteal. Un vehículo del Ejército Mexicano salió de Majomut, y al pasar cerca del campamento de desplazados de Acteal, hizo sonar una ráfaga de 30 disparos al aire.

Así termina la visita de José Saramago a Chenalhó, a donde vino para ofrecer los oficios de su memoria, él, que sabe de eso, a cambio de una piedra como una montaña.