Hermann Bellinghausen
La noche idiota

Encogido, fetal, arenoso, intenta Velasco, pese al entumecimiento vibrátil, evaluar la situación. Dentro de un tren errático y hostil, escondido bajo la litera de una mujer que no conoce, a merced de un catrín perverso, lleva golpes en cada una de sus partes y un dolor sobre otro, en donde los primeros dolores se anestesian en los segundos, y así sucesivamente, hasta confundirlos y ya no sentir en realidad ninguno.

Brum, zum, pum, chacabum, el zarandeo se entorpece. Sordamente, el tren pierde velocidad. La locomotora ya se oye cerca. Un rezongo de pistones puja hasta, en una exhalación aguda, apagarse. Uno, dos bamboleos, y ya.

Un tren al detenerse no deja de sonar, sino que suena distinto. El humo agoniza sin pudor, y el hierro se desploma sobre sí mismo, tomando quejumbrosa revancha del movimiento.

Un silencio. Qué silencio. Velasco está por aburrirse, por quedar dormido, por alcanzar una conclusión provisional acerca de la situación, cuando escucha pasos arrastrados. Ve aparecer las sandalias de seda y el borde del fondo rosa de Sonia.

-Salga -dice ella en voz baja.

Por supuesto, Velasco no obedece.

-Ande, no viene Fernando ahora, salga de allí para que yo pueda verlo.

-Y qué me quiere ver -se oye Velasco decir, cavernoso.

-Porque no sé quién es usted.

-No lo quiere saber -dice él, un poco mal claro de la garganta. Tose por haber hablado.

-Si quiero -dice Sonia, en un tono caprichoso que no parece venir al caso con la situación.

No por obedecer, sino que ya es irresistible la postura bajo la litera, Velasco se arrastra fuera y se levanta, agarrándose de un banquillo y una maleta que cae y él tras ella.

-Andele, ya párese -urge Sonia.

De buena gana Velasco se quedaría tumbado o se acostaría en la litera. Pero, ¿qué puede saber del cansancio, del verdadero cansancio, una mujer como esa?

-No tarda en venir la escolta. Fernando me va a mandar buscar, no sea idiota.

``Además soy idiota'', piensa Velasco. ``¿Esta qué se cree?'' Se incorpora. Siente la arena rodarle cuerpo abajo, mastica con asco, escupe grumos, tose, estornuda y habla:

-¿Dónde estamos?

-Qué más da. Mire nada más. Mire nada más cómo vine -se burla Sonia-. Siquiera lávese la cara, que se le pueda ver. Es usted una desgracia.

-Usted es otra -replica él, ofendido. Da un paso, la quita de su camino empujándola sobre la litera con el brazo izquierdo, ella cae, chillando un poco, y él se sacude la arena como perro mojado; ella le tira una patada que le da en el muslo. Velasco le coge la pierna, la jala y la tira de la litera.

Ella no se queja, lo recrimina:

-Van a oirnos, idiota.

Otra vez lo llama idiota. ¿Lo conoce, o le habla al tanteo?

-Estése quieta entonces -ordena él. Bravo, al fin toma la iniciativa. En el fondo de la indigencia, su ego resplandece.

Sonia toma pie y descorre con dos dedos la persiana del compartimento.

-¿Dónde estamos? -repite Velasco.

-En ninguna parte, qué no ve.

El asoma, quitándola de la ventana con brusquedad. Mete la mano entre las pestañas de la persiana y abre un huequito a la noche vacía, cubierta de arena. Ha cesado la ventisca. Una danza de linternas baja del otro extremo del carro, que ya no es morado sino incoloro. La locomotora se ve casi entera, iniciaba una curva al detenerse. Su fanal alumbra al frente y no se ve la vía. Un mullido paisaje lunar cubre de arena los rieles.

-Allí va Fernando -dice Sonia sobre el hombro de Velasco, y sí, el catrín camina trabajosamente en la arena, seguido por cuatro individuos, en las manos de cada quien un lámpara y una pistola.

Se les oye imprecar con palabras indecorosas. Fernando calla. Es el frío. Es el jefe, claro.

-Venga, vámonos -ordena ella y lo coge de la mano, y la encuentra áspera, costrosa. Lo jala. El se suelta pero la sigue al pasillo. Avanzan. Hacia la mitad aparece, a su derecha, un salón espacioso. Una araña cuelga del techo y rutila sobre una mesa donde hay una baraja dispersa, un espejo y sobre él varias líneas despeinadas de polvo blanco, una .38, botellas de licor, cenizas. Entra ella y se dirige a una gaveta sobre los asientos, la abre nerviosamente y saca un cofrecillo aterciopelado. Velasco, desde la puerta, la mira y mira hacia el fondo del pasillo.

Sonia se precipita, torpe, deja caer el cofre, y escapan brillantes sueltos, collares y doblones de oro. Ella, ávida, se arrodilla a recoger. Ruedan por el suelo unas perlas.

Sin pensar dos veces, como de costumbre, Velasco echa a correr por el pasillo en lo que Sonia le grita:

-¡Espéreme, idiota!

Pero él no espera. Llega al final del pasillo y baja por la escotilla izquierda, al otro lado de donde lamparean Fernando y su escolta.

Intenta correr. Sus pies hunden cada paso en la arena. Para avanzar, imita los saltos de un samoyedo remolcando trineos en la nieve. A su derecha percibe una última plataforma, no distingue si vacía o cargada de madera. El sigue por fuera de la curva, dirigiéndose a la locomotora, que en ese momento pita desolada. Oye asomar atrás la voz de Sonia que desde la escalerilla le grita otra vez idiota.