Como buen número de los actuales investigadores del país, soy de los afortunados que se prepararon fuera del terruño. O quizás debería decir desafortunados, puesto que la mayoría cree que son puras ventajas el salir a estudiar al extranjero. Nunca se sopesa que se pierde todo contacto con el medio, con aquellos que supuestamente lo van a apoyar a su regreso; no cuentan con la barrera del idioma y la cultura, con la presión de hacer un buen papel por orgullo propio, o de los padres o de nuestra mexicanidad; en fin, cada quien carga con sus complejos.
Después de algunos años de ser practicante en una institución de investigación, me he quedado azorado al ver cómo en nuestras universidades de provincia -y no por ser de provincia, sino a lo mejor por ser pequeñas- se fomenta un fenómeno que será letal para los estudiantes, y a la larga para el propio sistema, y estoy pensando en dos o tres generaciones únicamente.
El fenómeno no es nuevo, tengo que admitirlo, lo sentí hace ya más de 10 años cuando, inocentemente, se me ocurrió competir por una plaza en un campo en el que no soy experto pero que creía (y aún lo creo) que sí tenía mucha experiencia; mi sorpresa no fue que no halla sido seleccionado, sino que mi contendiente era precisamente un egresado (casi) de la misma universidad.
Si lo que pretende el sistema superior de enseñanza es simplemente producir más diplomas, supongo que ése es un método seguro y rápido; si en cambio se pretende elevar el nivel de calidad de los egresados para algún día enfrentar los retos de una industria propia, no sólo de maquila, y de una ciencia que no se dedique a copiar las modas de los últimos artículos del extranjero, creo que es un suicidio anunciado, por parafrasear a García Márquez.
No dudo que en algún momento del reciente pasado las universidades jóvenes de provincia se encontraron con el problema de una explosión demográfica de estudiantes totalmente dispareja, con la oferta de profesores capacitados, muchos con niveles de licenciatura -eso no es inherentemente malo, si lo tomamos como un proceso temporal-; en muchos casos creo que se agravó, sobre todo en carreras científicas (versus administrativas, por ejemplo), porque esos profesores con mucha bravura se enfrentaron a enseñar con la única experiencia de sus mentores.
No es ninguna sorpresa que lo que enseñaron fue exactamente lo que aprendieron en el mejor de los casos -si su aprendizaje fue bueno-, aunque sabemos perfectamente que por simples limitaciones del cerebro humano es más probable que hayan enseñado menos de lo que aprendieron. Aquí encontramos una de las ventajas de la investigación, puesto que sólo con la disciplina de buscar y establecer una hipótesis -quizá las primeras veces no muy original-, un método y estudiar los antecedentes se construye sobre lo que se aprendió de algún mentor.
Pero ahora, en pleno cierre de milenio, me quedo estupefacto por cómo se usa el mismo mecanismo, inclusive los ofrecimientos de maestría con el gancho de recursos del Promep, para conseguir una plaza de tiempo completo, es decir, yo universidad educo a mis propios maestros. ¿Será que es un problema de miedo en el clan, es decir, que exista temor de que la sangre nueva meta ruido?
Creía y sigo creyendo que ésta, la crítica constructiva, es la única forma de avanzar. Recuerdo y extraño la anécdota de un ayudante de investigación muy querido entre mis compañeros de carrera (en el extranjero), que se quedaron contrariados cuando supieron que la propia universidad no aceptaba a ese recién egresado del doctorado simplemente por ser de su misma alma mater.
La convicción de no aceptar endogamia en un grupo es algo muy obvio para un egresado de ciencias biológicas, ¿lo será para nuestras autoridades, llámense rectores, ANUIES, Conacyt o todos aquellos que se ufanan en presumir que estamos elevando la educación superior?