La Jornada Semanal, 15 de marzo de 1998
Enrique Serna es el celebrado novelista de Señorita México, Uno soñaba que era rey y El miedo a los animales. En este suplemento escribió la columna ``Traspatio'' que continuó con fortuna la vertiente de comentarista cultural explorada en Las caricaturas me hacen llorar. Serna relaciona en este ensayo la novela de Usigli Ensayo de un crimen con la película de Buñuel, y se ocupa del tema decisivo de la fidelidad de la adaptación o de su traición creativa.
El thriller no ha sido un género canónico del cine mexicano, salvo en su etapa más decadente, la de los años setenta y ochenta, cuando estuvo en boga un subgénero de ínfima calidad, el cine de narcos, donde los traficantes de droga muchas veces aparecían como héroes populares, tal vez porque ellos mismos financiaban sus películas por medio de prestanombres. Pero la industria fílmica no estuvo siempre en manos del crimen organizado, cuya falta de distancia para observar el mundo del hampa sólo produjo un amarillismo infantil. En la época de oro de nuestro cine (de mediados de los treinta a finales de los cincuenta) hubo intentos ambiciosos por combinar la intriga criminal con el drama psicológico. Quizás el más afortunado fue La otra de Roberto Gavaldón, basada en un magnífico argumento de José Revueltas que los guionistas de Hollywood plagiaron poco después para hacer Death ringer (titulada en español ¿Quién yace en mi tumba?), la película en que Bette Davis asesinaba y suplantaba a su hermana gemela.
Por vivir en un país donde la policía colabora estrechamente con la delincuencia, los lectores mexicanos jamás han creído que los homicidios puedan resolverse por medio de una investigación. En cuanto a la élite intelectual, por mucho tiempo creyó que la novela policiaca era una especie de crucigrama sin valor literario. Tal vez por ello el género no tuvo un desarrollo continuado hasta el último cuarto del siglo XX, cuando Paco Ignacio Taibo II publica las primeras novelas del ciclo del detective Belascoarán Shayne.
Taibo no es un pionero en su campo. En las generaciones precedentes hubo escritores mexicanos que incursionaron esporádicamente en el género policiaco, pero dejaron obras de gran valía. Si los novelistas del boom latinoamericano le abrieron el mercado internacional a los grandes maestros de la generación anterior -Borges, Onetti, Carpentier-, el éxito comercial de Taibo debería despertar el mismo interés por sus precursores. Cuando menos hay cuatro novelas mexicanas que ningún aficionado al género negro debería ignorar: Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli (1944), Los albañiles de Vicente Leñero (1964), El complot mongol de Rafael Bernal (1968) y Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia (1979).
Cada una merece un ensayo por separado, pero como tengo que hablar sobre la relación entre la literatura policiaca y el cine, voy a referirme a Ensayo de un crimen, llevada a la pantalla por Luis Buñuel en 1955. Comúnmente se cree que la armonía entre el director de un film y el autor del argumento es indispensable para crear una buena película. Con Ensayo de un crimen ocurrió todo lo contrario. Buñuel y Usigli empezaron a trabajar juntos en el guión, pero lo abandonaron a los quince días, porque según Buñuel, ``Usigli no permitía la menor variación de su texto''.(1) Buñuel tuvo que acudir a otro escritor, el español Eduardo Ugarte, y enfrentarse a Rodolfo Usigli en una asamblea sindical, pues el mexicano quería suspender la filmación alegando que se habían pisoteado sus derechos de autor. El enojo de Usigli tenía justificación, pues Buñuel desfiguró la novela como le dio la gana y casi no respetó ningún elemento de la historia original. Pero en este caso, el divorcio entre el director y el argumentista, que también era un divorcio entre dos estéticas, dio un extraño y magnífico fruto, cuya paternidad pertenece a los dos talentos en pugna, porque si bien es cierto que Buñuel convirtió un thriller psicológico en un divertimento macabro, tomó como punto de arranque una novela sugestiva y rica en ambigüedades, que gracias a la compleja personalidad del protagonista puede suscitar las más diversas lecturas.
Fundador del teatro mexicano moderno, Rodolfo Usigli no merece el desprecio con que lo han tratado algunos exégetas de Buñuel. En un artículo sobre Ensayo de un crimen publicado en 1971, José de la Colina comentaba: ``Hoy el film, aun siendo una obra menor de Buñuel, es más vigente que el libro. Basta recordar las argumentaciones sobre el crimen considerado como una de las bellas artes, con las que Usigli y otros refutaron la versión de Buñuel, para comprender que éste no podía tomar en serio esas obsoletas lucubraciones.''(2) Admiro a De la Colina como narrador y crítico de cine, pero en este caso disiento de su opinión, pues no creo que la novela de Usigli haya perdido vigencia. Quizá la vertiente más rica de la novela policiaca moderna sea la que describe los laberintos mentales del asesino, en vez de seguir las pesquisas del detective. Con su gran estudio de la pequeñez humana, Usigli se adelantó a la Patricia Highsmith de Mar de fondo y planteó el conflicto del asesino que se frustra por falta de reconocimiento social, desarrollado por la Highsmith en el delicioso cuento ``La corbata de Woodrow Wilson''. Si las lucubraciones de Usigli en realidad fueron obsoletas, de ningún modo anulan sus hallazgos como narrador. Roberto de la Cruz, el protagonista de la novela -que en la película de Buñuel se llama Archibaldo-, no es un esteta obsesionado con la idea del crimen artístico: esa es la máscara que utiliza para ocultar su incapacidad de vivir, estrechamente vinculada con su incapacidad de matar. La novela insinúa que su compulsión homicida nace del temor a la entrega amorosa. Esto es muy claro en los capítulos donde se propone matar al conde Schwatzemberg para escapar de dos mujeres que le gustan, la señora Cervantes y su hija Carlota, personajes muy desdibujados en la versión cinematográfica. De manera que si Archibaldo un asesino impotente por un deseo insatisfecho, Roberto de la Cruz mata porque teme diluirse en brazos de la mujer amada.
Por lo menos José de la Colina habla de la novela con conocimiento de causa, pero otros críticos la han desdeñado sin molestarse en leerla. Phillipe Demonsablon, antiguo colaborador de Cahiers du Cinema, dictaminó que ``a partir del vago esteticismo y la anodina construcción que imagino lo esencial de la obra de Usigli'', Buñuel había hecho surgir ``una película con ramificaciones locas e inquietantes, donde se respira un maravilloso aire de libertad''.(3) Si Desmonsablon hubiera leído la novela en vez de imaginar su contenido, habría descubierto que la construcción de Usigli dista mucho de ser anodina, pues en realidad es una historia sutil y compleja, tan compleja que Buñuel se vio obligado a simplificarla. Roberto de la Cruz no desea a sus víctimas, como Archibaldo; más bien le repugnan. Pero al odiarlas experimenta un morboso placer, como si estuviera enamorado de su propia náusea. Archibaldo de la Cruz siempre se frustra de la misma manera: cuando está dispuesto a matar a sus víctimas, alguien le come el mandado. La recurrencia de la frustración debilita el suspenso, porque después de verlo fallar dos o tres veces, el público ya sabe que no podrá matar a su esposa en la luna de miel.
Las frustraciones de Roberto son más variadas y menos previsibles: primero quiere atribuirse un crimen que no cometió y se desespera porque nadie lo arresta. Cuando por fin le achacan el asesinato de la falsa aristócrata Patricia Terrazas, su reputación de psicópata lo deja insatisfecho, porque desearía pasar a la historia como un criminal gratuito. Avergonzado por haber obtenido notoriedad gracias a un crimen ajeno, decide cometer otro sin dejar huellas, pero sólo deja a su víctima atontada de un golpe. Finalmente, cuando ya está casado con Carlota Cervantes su instinto criminal renace en un momento de ofuscación, pero esta vez sufre el contratiempo de matar a una víctima equivocada.
Interrogado sobre la psicología de su personaje, Buñuel declaró en una entrevista: ``Archibaldo es un asesino, pero evidentemente también le gusta la frustración, la adora. Busca matar a una mujer y falla. Intenta matar a otra y vuelve a fallar. Se diría que desea fallar para intentarlo de nuevo. ¿Lo hace por liberarse? Quizá lo haga por todo lo contrario.''(4) Como saben los admiradores de Buñuel, en varias de sus películas un poder invisible paraliza la voluntad de los personajes y les impide cumplir sus deseos. El campo magnético donde quedan atrapados los personajes de El ángel exterminador, la perversidad reprimida de Sévérine en Belle de jour, el voyeurismo de Francisco en l, son ilustraciones metafóricas de la mentalidad burguesa, que concede al hombre todas las libertades, siempre y cuando sean imaginarias. Archibaldo de la Cruz es un personaje del mismo corte, porque sólo puede matar en el pensamiento, pero su frustración es más completa y está mejor explorada en la novela de Usigli.
Con esto no quiero decir que Buñuel haya fracasado en su adaptación, porque necesitaba eliminar muchos rasgos del protagonista que le hubieran estorbado para narrar su historia como un sueño vertiginoso. La novela de Usigli quizá le pareció demasiado realista y explicativa, mientras que la versión cinematográfica desagradó al mexicano por su demencial arbitrariedad. Las metáforas irracionales del surrealismo no podían entusiasmar a un escritor como Usigli, que admiraba el sentido común de Bernard Shaw y tenía una marcada predilección por el teatro de ideas. Hasta cierto punto, Ensayo de un crimen es una novela de tesis, género que Buñuel detestaba por su falta de espontaneidad. Nada más contrario a la estética del surrealismo que supeditar la imaginación a una idea preconcebida, así se trate de una idea genial. Y aunque la tesis de Usigli no es tan ramplona como afirma De la Colina, debió ser un corsé intolerable para un cineasta acostumbrado a poner las instituciones por encima de la razón.
Pero Buñuel no sólo omitió el trasfondo intelectual de la novela, sino los pasajes oníricos en que Usigli ve desde afuera la alienación de Roberto. Su omisión fue muy atinada, porque en ese terreno Usigli sí necesitaba que le enmendaran la plana. El sueño en que el protagonista se ve a sí mismo golpeando a Patricia Terrazas con un pisapapeles de bronce, mientras un retrato de Alfonso XIII festeja su hazaña con risotadas, parecería hecho a la medida para el genio sarcástico de Buñuel. Pero se trata de un sueño accesorio y prefabricado, donde Usigli sólo traduce a un plano fantástico las fobias del personaje. Hacia el final de la novela, Roberto de la Cruz declara estar deslumbrado por la ``semejanza vertiginosa que hay entre el crimen y el sueño'', declaración que hubiera suscrito cualquier surrealista. Esa semejanza no se percibe en la novela de Usigli, demasiado cerebral y lógica, pero sí en la película de Buñuel, donde el sueño cumple una función directriz.
Por su propia naturaleza, el relato policiaco no tolera las asociaciones arbitrarias del surrealismo, pues la deducción es un elemento fundamental del género. Que yo sepa, en Hollywood sólo hubo un leve acercamiento entre el cine negro y el imaginario surrealista, cuando Salvador Dalí diseñó por encargo de Hitchcock la pesadilla de Cary Grant en Spellbound. Ensayo de un crimen probablemente sea el unico thriller surrealista en la historia del cine. Para juntar el agua con el aceite, Buñuel tuvo que eliminar del guión los extensos episodios en que Roberto se enfrenta con el sórdido aparato judicial mexicano. Como Archibaldo no logra consumar ningún asesinato, la película transcurre en una atmósfera de irrealidad que se hubiera roto si Buñuel hubiera mostrado el interior de Lecumberri tal y como lo describe Rodolfo Usigli.
Desde este punto de vista, la aparente traición del adaptador en realidad fue una colaboración que rescató la esencia de la novela. Sin duda, el momento del film donde se plasma con mayor precisión la afinidad entre el crimen y el sueño es la famosa secuencia en que Archibaldo de la Cruz incinera el maniquí de Lavinia en el horno de su taller. Para los mexicanos, la escena tiene un regusto amargo, porque la actriz que interpretó a Lavinia, Miroslava, se suicidó a los 20 días del estreno de la película y como única voluntad pidió que su cadáver fuera incinerado. A Buñuel no le gustaba hablar del asunto, tal vez porque abrigaba el temor de haber realizado un acto propiciatorio. En la novela de Usigli, Lavinia es un personaje incidental, pero la cremación del maniquí no es un episodio contrario a la psicología del protagonista, pues Roberto de la Cruz la hubiese disfrutado igual que Archibaldo.
Por la dificultad que siempre ha existido para adaptar a los clásicos, en el medio cinematográfico predomina la creencia de que las buenas películas surgen de novelas mediocres. El propio Buñuel compartía esa idea: ``Cuando filmo una novela -dijo-, me siento más libre si no es una obra maestra, porque así no me cohibo para transformar y meter todo lo que quiero. En las grandes obras hay un gran lenguaje literario, ¿y cómo hace uno para pasar eso a la pantalla?''(5) Ciertamente Ensayo de un crimen no es una obra maestra, pero así como Archibaldo elucubraba sus fantasías criminales al oír un vals en una caja de música, Buñuel necesitaba una incitación poderosa para estimular su creatividad. Cuando una historia no le gustaba, pero tenía que filmarla por necesidades económicas, se limitaba a cumplir decorosamente el encargo. No sucedió así en el caso que nos ocupa, pues Buñuel escogió el argumento y filmó la película bajo el sistema de cooperativa, sin presiones de ningún productor. Como las obras de Galdós que más tarde llevó a la pantalla, la novela de Usigli fue un detonante para su imaginación, el manantial de agua sulfurosa donde abrevó para crear imágenes perturbadoras y situaciones insólitas. Ese manantial sigue vivo y bullente para cualquier lector mexicano o extranjero que abra la novela con la mente desprejuiciada, sin anteponer al texto su recuerdo del film. Más allá de las disputas autorales, que el público y la historia tienen derecho a ignorar, los creadores de Ensayo de un crimen se beneficiaron recíprocamente: Usigli aportó la semilla de una gran película, Buñuel dijo en imágenes lo que el novelista sólo alcanzó a entrever con palabras.
(1) José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, Luis Buñuel: prohibido asomarse al interior, Conaculta/Imcine, México, 1996.
(2) Citado por Emilio García Riera en Historia documental del cine mexicano, tomo IV, Editorial Era, México, 1978.
(3) Ibid., p. 31.
(4) José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, op. cit., p. 169.
(5) Ibid., p. 188.