La Jornada Semanal, 15 de marzo de 1998
El libro más reciente del poeta Eduardo Hurtado es Puntos de mira. En otros números de La Jornada Semanal se ha ocupado de la poesía de García Terrés, Deniz, Sabines y Lizalde. Ahora regresa a una de las cumbres poéticas del siglo: César Vallejo.
``Yo no sé...!'', anuncia César Vallejo desde el verso inicial de su primer libro, Los heraldos negros (1919), y con esta ignorancia escribe una de las obras más impresionantes de la poesía universal.
Al asumir la duda como umbral y frontera, Vallejo (que muy joven trabajó en las oficinas mineras de Quiruvilca, en Perú, su tierra natal) excava un hoyo bajo sus propios pies y se hunde hacia las sombras, en una exploración que lo vincula con Nietzsche pero sobre todo, en poesía y en su propia lengua, con Quevedo, el ``abuelo instantáneo de los poetas dinamiteros''.(1) Metido en esta oquedad por decisión y destino, Vallejo emprende una de las tentativas más conmovedoras de aproximarse al corazón del hombre que haya llevado a cabo un poeta en cualquier lengua.
César Vallejo nació el 16 de marzo de 1892 en Santiago de Chuco -una pequeña ciudad serrana del distrito peruano de La Libertad-, en el seno de una familia con un fuerte sentido de los valores tradicionales. Ahí, en esa geografía provinciana, muy lejos de la velocidad y el estruendo, en un ambiente en el que la educación religiosa y la oración cotidiana eran elementos de identidad, tuvo uno de sus primeros encuentros legendarios con la poesía: una noche vio al campanero, un ciego de nombre Santiago, volver de la iglesia tras anunciar las vísperas, diciendo conjuros contra las sombras. La anécdota, con todo su dramatismo y su cursilería, no traiciona el perfil de un poeta que se acogió al ámbito de una tiniebla voluminosa:
Todos saben... Y no saben
que la Luz es
tísica,
y la sombra gorda...
Y no saben que el misterio
sintetiza...
que él es la joroba
musical y triste que a
distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las
Lindes.
Al tono afectado y retórico que abundó en la poesía de Hispanoamérica al despuntar el siglo, Vallejo opone una poética de la proximidad con las cosas y los actos más familiares, una dimensión que lo vincula con Ramón López Velarde (1888-1921). Hechos de un descarado sentimentalismo y una rara cercanía con el lenguaje hablado a diario en las ciudades, muchos poemas de Los heraldos... pueden leerse, al mismo tiempo, como una parodia calculada de la poesía modernista:
Verano, ya me voy. Allá en
setiembre
tengo una rosa que te encargo mucho;
la regarás de
agua bendita todos
los días de pecado y de sepulcro...
A nadie que se haya asomado a los jardines que inauguró Darío le resultará difícil descubrir en Los heraldos... la utilería del modernismo. Con todo, la ``nervazón de angustia'' vallejiana se desmarca desde el inicio de la melancolía modernista, al proponer la entrega de los huesos propios (``...me ahueso para ti'') y descubrir en el dolor más íntimo el dolor de los otros, encarnado hasta en el hambre de los perros: ``Hay frío... Un perro pasa royendo el hueso de otro/ perro que fue...''.
El cholo encontró una forma de compasión en la conciencia pagana de ser humano en el dolor. La lengua de Berceo y Garcilaso, de Góngora y sor Juana, revela un brillo inusado en esta comunión, que no deja de expresarse, en el habla poética de Vallejo, con palabras sacadas de los derrumbaderos de la modernidad, articuladas en una gramática del hambre y de la condolencia: ``Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como/ cuando por sobre el hombro nos llama una palmada...''. Por el ``camino sin sueño'' (receloso de la idea de Progreso y ante un Dios que se pudre ante sus ojos), Vallejo encuentra un plural que sirve de contrapunto a su desasosiego: ese pan que ``en la puerta del horno se nos quema'' contiene toda la fuerza capaz de reunir al poeta con su especie y con su época.
En Los heraldos..., un libro donde el ajuste de cuentas con una tradición convive con la invención de un lenguaje, el peruano abandona la obsesión modernista por fundar un presente inmóvil, para proponer una dialéctica del ser que se transforma apegado a la muerte y a la vida: ``Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse,/ y hay ganas de morir, combatido por dos/ aguas encontradas que jamás han de istmarse.'' En una carta de febrero de 1918, enviada desde Lima a sus amigos de Trujillo -donde había cursado estudios de Letras y Derecho-, Vallejo comenta sobre estos mismos versos: ``¡He aquí un día feliz! ¡La tierra es un enorme corazón de mujer joven! `Hay ganas de volver, de amar, de no ausentarse...'. Y he aquí que este poema mío, escrito todavía en Trujillo, se acomoda al momento: de algo ha de servir su caprichosa vaguedad sugerente. ¿No es cierto? ¡Oh santa elasticidad ideal del simbolismo! ¡Oh, la Francia lírica moderna!'' La cita demuestra la conciencia que el poeta tenía de su oficio y pone de manifiesto, con su ironía, la muy sana distancia que guardaba frente a su cuna literaria. A más de ocho décadas, esa distancia puede verse como un gesto inicial de independencia y rebeldía. Un poco más tarde, César Vallejo formula -desde París, adonde llegó un viernes 13 de julio de 1923, un año después de la aparición de Trilce, su segundo libro de poemas- una crítica penetrante de las vanguardias de calcomanía que se multiplicaban como el pasto por todos los rumbos:
``Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico está formado de las palabras `cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazzband, telegrafía sin hilos'[...] Pero no hay que olvidarse de que esto no es poesía nueva, ni antigua, ni nada [...] La poesía nueva a base de palabras o de metáforas nuevas se distingue por su pedantería y novedad y, en consecuencia, por su complicación y barroquismo. La poesía nueva a base de sensibilidad nueva es, al contrario, simple y humana, y a primera vista se la tomaría por antigua o no atrae la atención sobre si es o no moderna.''
Para quienes se interesen aún en precisar diferencias entre los dos grandes fundadores de la vanguardia hispanoamericana, César Vallejo y el chileno Vicente Huidobro, estas palabras pueden resultar esclarecedoras. Huidobro, poeta enamorado del vértigo y del riesgo, se suma al entusiasmo experimentador de las vanguardias. Vallejo, en cambio, se adhiere al espíritu desmitificador de lo poético que asomaba en la ``nueva poesía'' -un espíritu que animó a escritores tan diversos como Marinetti, Maiakovski, Tzara, Eluard y Aragon-, y en él encuentra la libertad para lanzar ese lamento acerbo que resuena en Trilce. El libro fue publicado en los Talleres Tipográficos de la Penitenciaría, un año después de que Vallejo abandonara la cárcel, donde pasó los meses más terribles de su vida (desde principios de noviembre de 1920 hasta el 26 de febrero de 1921). ``En mi celda -escribe a su amigo îscar Imaña el 12 de febrero de 1921- leo de cuando en cuando; muy de breve en breve cavilo y me muerdo los codos de rabia, no precisamente por aquello del honor, sino por la privación material de mi libertad animal. Es cosa fea esta, îscar.'' Vallejo entró a prisión acusado de ``incendio, robo y homicidio frustrado'', a causa de un infundio promovido por un grupo de enemigos políticos de su familia. La experiencia exacerbó un sentimiento que lo acompañó siempre, el de ser víctima de una fatalidad originaria, pero también consolidó su decisión de vivir en resistencia. Y más importante aún, lo afirmó en la ambición de una poesía que, como la mística española de los Siglos de Oro, fuese capaz de comunicar la experiencia de lo incomunicable.
Esta tensión, la de la palabra que expresa su propia impotencia frente al confinamiento, es el caldo de cultivo de un habla poética en la que, como ha señalado el crítico colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, ``los tiempos verbales viven en discordia, en la que los abundantes sustantivos parecen moverse como adjetivos'', y en la que, sin embargo, el poeta coloca siempre la pista de algún giro coloquial o una exclamación familiar.
¿Quién habla en Trilce? El cholo César Vallejo, indignado, mordido por el deseo y la cólera, empeñado en desmentir todos los embustes y todos los hermetismos que los poderosos exhiben como sabiduría para extender su dominio; Vallejo, el ateo, el cristiano, el marxista, el fervoroso y escéptico... César Vallejo y César Vallejo: Charlot y Charles Chaplin: el hombre y la expresión plural de su drama -un drama que Trilce descubre con tanta cercanía que consigue parecerse al de todos los hombres. En una crónica publicada en 1928, Vallejo declara su total simpatía por el hombrecito del sombrero y el bastón: ``Esta película [La quimera del oro] formula la mejor requisitoria de justicia social de que ha sido capaz hasta ahora el arte d'aprs-guerre... La quimera del oro es un alegato desgarrador contra la injusticia... Chaplin se muestra aquí como un puro y supremo creador de nuevos y más humanos instintos políticos y sociales... sin protestas baratas contra subprefectos ni ministros; sin pronunciar siquiera la palabra `burgués' y `explotación'; sin adagios ni moralejas políticas, sin mesianismos para niños, Charles Chaplin, millonario y gentleman ha creado una obra maravillosa... Tal es el papel del creador.''
Frente a la imposibilidad de saber el origen de la desdicha, Vallejo formula un balbuceo hecho de asombro y marcado por fisuras de brutalidad y silencio. Sin ``protestas baratas'', este mestizo peruanísimo de genealogía simétrica (sus dos abuelos fueron sacerdotes españoles y sus dos abuelas indias) se rebela contra la literatura de piyama en que ve regodearse a ``una sociedad de aburridos y de explotadores satisfechos'', y propone una poesía ``hecha de un timbre humano, un latido vital'', pero también de palabras que minuciosamente instala como invisibles minas, listas para estallar:
Dobla el dos de noviembre.
Estas sillas son buenas acogidas.
Difuntos, qué bajo cortan vuestros dientes
La rama del presentimiento
va,
viene, sube, ondea sudorosa,
fatigada en esta sala.
Dobla triste
el dos de noviembre.
abolidos, repasando
ciegos nervios,
sin recordar la dura fibra
que cantores obreros
redondos remiendan
con cáñamo inacabable, de
innumerables
nudos
latientes de encrucijada...
César Vallejo es un poeta de la gravidez: el sitio de elección de su poética es la tierra, y más precisamente: el interior de la tierra. No lo atrae la ascención sino el hundimiento. Su vuelo es descender: ``¿No subimos acaso para abajo?'' Tal vez por eso uno de los temas recurrentes en Trilce es el de la muerte como una posesión que nadie puede arrebatarle al hombre. La muerte sin Pascua, que reconforta con su horizonte de término. La muerte, estación segura que le devuelve al hombre un punto de partida, tierra donde sembrar la semilla de los huesos. Y este motivo se cruza consistentemente con la idea de Dios. Para Vallejo, Dios acaba por convertirse en una ausencia activa: tan próximo que algunos días, ``sobresaltado, nos oprime/ el pulso.../ y como padre a su pequeña,/ apenas,/ pero apenas, entreabre los sangrientos algodones/ y entre sus dedos toma a la esperanza...''; y tan ajeno que, con mayor frecuencia, el poeta le reclama de la manera más airada el agravio de no existir.
Vallejo muere en abril de 1938, a los 47 años, enfermo y desilusionado por las derrotas de la República en la Guerra Civil española. Poemas humanos (que en su primera edición incluye los Poemas en prosa) y España, aparta de mí este cáliz se publicaron de manera póstuma. Es urgente leer y releer a Vallejo, a menos de mil días de que concluya un siglo que despertó plantado en el vacío.
(1)Así bautizó Vallejo al autor de los Sueños.
Prólogo a la edición de Los heraldos
negros y Trilce que el CNCA hará circular muy pronto en su
colección Clásicos Para Hoy.