La Jornada Semanal, 15 de marzo de 1998
En el centenario de Bertolt Brecht, Blas Matamoro, director de Cuadernos Hispanoamericanos y profundo conocedor de la literatura germana (recordemos sus ensayos sobre Thomas Mann), revisa el legado del mayor dramaturgo alemán del siglo XX.
Cuando Brecht murió, en 1956, el bloque soviético amenazaba deshielo. Eran los tiempos en que Nikita Kruschev, desde el XX Congreso del PCUS, autorizaba a sus camaradas a aceptar las denuncias sobre los campos de prisioneros del estalinismo (un rato antes, meras insidias de la propaganda imperialista y el contraespionaje de la guerra fría) y a bajar del pedestal al ídolo, desde luego que fallecido, del gran José, adalid de la Guerra Patria.
Despidió el duelo Johannes Becher, Ministro de Cultura que había hecho lo suyo por abrir un tanto el juego intelectual en la entonces República Democrática Alemana, incitando a discutir las líneas de política cultural en reuniones, seminarios y conferencias. Becher era un sobreviviente del exilio soviético, del cual no habían vuelto tantos otros comunistas, o si lo hicieron, fueron a dar a las cárceles de Hitler durante el breve acuerdo Ribbentropp-Molotov, como se acaba de saber. Sus esfuerzos, no obstante, chocaron contra la intransigencia del presidente Walter Ullbricht. Enseguida vino la represión a los rebeldes húngaros y la reaparición de lo que Sartre definió como ``el fantasma de Stalin''.
Georg Lukács recuperó a Brecht para la gran tradición de Occidente (de Aristóteles a Lessing) que, según él, culminaba en la revolución comunista y mostraba en sus filas a los intelectuales burgueses que se habían sublevado contra su clase, de Goethe a Thomas Mann. Moscú, bastante taciturna y reticente ante la obra brechtiana, abrió al reciente occiso un lugar en el panteón del realismo socialista. El hielo volvía a cristalizarse.
Las relaciones de Brecht con el marxismo no habían sido demasiado armoniosas. Tal vez no fuera un estudioso de Marx -ni falta que le hacía a un dramaturgo-, pero lo cierto es que sus instructores en la materia fueron dos heterodoxos, de los entonces definidos como ``renegados'': Fritz Sternberg y Karl Korsch. Uno de sus primeros exégetas y admiradores, Walter Benjamin, tampoco era un ejemplo de ortodoxia.
Es cierto que su compañía, el Berliner Ensemble, funcionaba como una sólida institución dentro de la estructura cultural y propagandística del bloque, pero su encaje nunca fue fácil, sobre todo desde la perspectiva de Moscú, donde siempre se le achacó su falta de héroes positivos, la ausencia de una idealización del futuro revolucionario y su complacencia con el arte de vanguardia, formalista y decadente: el tránsfuga Stravinski, admirador de Mussolini, el vetado Kandinsky, el elitista e inhumano Schnberg, el sospechoso Picasso.
En 1951, cuando se preparaba en Essen el estreno de El interrogatorio de Lúculo, con música de Paul Dessau y bajo la dirección de Hermann Scherchen, la intervención de la censura hizo de las suyas: la obra debió rebautizarse El proceso de Lúculo, porque la palabra ``interrogatorio'' podía evocar los desagradables procesos inquisitoriales contra desviacionistas y traidores, y algunos números debieron ser reformulados. La obra se recuperó en su forma original en 1994, algo después de la caída del muro. Otro proyecto operístico, una versión moderna del Fausto con partitura del insospechable Hans Eissler, no pudo llevarse a cabo.
Revisando los diarios de Brecht se advierte su dramática perplejidad ante ciertos eventos de la época, notablemente la sublevación obrera berlinesa de 1953. El escritor creía en la sociedad de clases y en el curso progresivo, lineal e irrevisable de la historia. Alemania Democrática había llegado al socialismo y no era pensable un retorno al capitalismo. ¿Por qué, entonces, el Estado obrero reprimía tan duramente a la clase obrera organizada? ¿Se equivocaba la clase o dicho Estado no era obrero? Y si no lo era, ¿qué socialismo estaba en juego?
Todo esto -la sociedad de clases, la historia que sabe adónde va y el Partido de la Revolución que esclarece las mentes del proletariado en el buen sentido de los acontecimientos- nos suena a cosa del pasado, pero nuestro pasado no es el de Brecht, evidentemente, ni puede serlo, a fuer de una buena lectura materialista histórica de la historia. No hay un Partido que vea el fin de los tiempos por encima del Tiempo: la historia es su propia materia y su propio sujeto, y todo en ella es mudanza constante. La inconstancia, por rizar el rizo, es su única constancia.
Tampoco nos convence Brecht cuando se autodefine como maestro y se niega como artista y como escritor o poeta (Künstler y Dichter, valgan las tudescas precisiones). No nos convence porque él mismo revuelve tan simplista convicción, llena de efectos de extrañamiento y carteles didácticos. En El preceptor, por ejemplo, se advierte el conflicto entre la pedagogía y la vida (o entre la teoría y la historia, si se prefiere), y la terrible resolución del preceptor que debe castrarse para ser un buen instructor racionalista de la vida, llega a ironizar patéticamente sobre aquella contradicción, que está en el meollo de la obra brechtiana.
Distanciamiento sí lo hubo en Brecht, como en todo artista auténtico, pero distanciamiento ante la realidad, considerada como esa extrañeza inevitable y siniestra que hace a la vida del arte. Feliz, en rigor, fue Brecht en sus exilios escandinavos, huyendo del nazismo a Dinamarca y luego a Suecia. Sin controles ideológicos, aislado en su idioma, cumpliendo un trabajo destinado a un público conjetural. Podía haber madurado la experiencia en los Estados Unidos, pero las circunstancias no le fueron favorables, a pesar de que en las productoras de cine y círculos intelectuales filorrusos contaba con buenos amigos (lo constata con alarmante minucia Stephen Koch en su implacable y a veces sectario examen de El fin de la inocencia).
Finalmente, su retorno a Alemania fue un viaje más hacia tierras incógnitas. No volvió a Alemania, la Alemania de la entreguerra que había abandonado y en la cual se constituyó su vocación y se cumplieron sus primeros pasos. En la historia, como quería Marx, nunca se vuelve.
El primer Brecht contó con buenos auspicios en la convulsa y opulenta caldera del Diablo que era la cultura germana de los años locos. Europa había enloquecido, pero no tanto con la alegría del cabaret y el charleston, sino por el horror de la guerra, que ponía en entredicho a la civilización por antonomasia que los siglos vieron. Bien, pues allí Karl Kraus, el vitriólico descubridor de talentos, le dio el primer espaldarazo como poeta (a pesar de lo que Brecht creyera creer sobre los poetas) y Lion Feuchtwanger le facilitó el estreno menos que exitoso de Tambores en la noche, una paradójica reflexión sobre el revolucionario espartaquista que vuelve de la revolución y que marca el destino de ese dramaturgo a veces atolondradamente estampillado de revolucionario, como si las revoluciones fueran acontecimientos traslúcidos y fáciles de categorizar.
Pero enseguida Brecht, en 1925, al adaptar Eduardo II de Christopher Marlowe, se sitúa en la relectura de una tradición -en el caso, el teatro isabelino- y salta sobre los carbones encendidos de la ruptura vanguardista. Lo hará muchas veces en su vida.
Hans Mayer recuerda cómo ciertos jóvenes de la época, atraídos por el magneto brechtiano, sin embargo, caían en desinterés o juzgaban francamente incomprensibles algunos textos, como Un hombre es un hombre o Baal. El batacazo vino la noche del 31 de agosto de 1928, cuando se estrenó La ópera de tres centavos con música de Kurt Weill, comienzo de una colaboración canónica entre los dos artistas (permítame el sustantivo, Herr Brecht): Mahagonny, Los siete pecados capitales.
La obra fue un éxito y enseguida Pabst la llevó al cine en versiones paralelas, alemana y francesa. Un éxito de lucimiento para los actores, en contra de cualquier principio de tópica vanguardia: la hermosa rubia Roma Bahn y el malévolo Harold Paulsen en la pareja joven, y Erich Ponto y Rosa Valetti en la veterana (a la Valetti siempre la seguiremos viendo, vieja y gorda corista revenida de ínfimo tinglado en El ángel azul, haciendo foro de fealdades a la apetitosa vulgaridad de Lola-Lola, es decir Marlene Dietrich). En la partitura de Weill hay de todo, como en una feria de bosillo: melodías de comedia musical para tararear en la ducha, parodias de oratorio haendeliano y, sobre todo, una estética de la ensalada barroca, mezcolanza de fuentes y autoridades que proviene de la historia misma de esta ópera de recolección, ópera pobre y canalla, operización de la novela picaresca.
Me interesa, ahora, señalar cómo la obra, desde la distancia, se autonomiza y se revuelve contra el artista que la ha organizado. La ópera de tres centavos, en efecto, es una historia de amor sórdido que se sublima en la música que intermitentemente la atraviesa, señalando la dicotomía romántica entre esa vida de rufianes, mendigos falsos, taberneras y soldados desmovilizados, y el sueño de la vida auténtica que el arte propone y promete. Una crítica del kitsch como sustituto de la existencia cotidiana que acaba devorado por ella, un escarnio de la sentimentalidad y lo sublime fácil que había acrisolado la opereta centroeuropea.
Esta capacidad brechtiana de disociación y alejamiento le permitirá sortear las seducciones y obstáculos del vaivén ideológico en que Brecht estuvo metido. Si en Santa Juana de los mataderos ensaya una crítica de la socialdemocracia como una suerte de Ejército de Salvación u Hospital de Incurables del capitalismo, en 1935 los dirigentes de la doctrina mandan organizar Frentes Populares en alianza, precisamente, con los socialdemócratas, los ``social-fascistas'' de un momento anterior. Y, enseguida, mandarán disolver los Frentes para aceitar el acercamiento Stalin-Hitler frente al imperialismo capitalista. Y, enseguida, se aliarán a los imperialismos, repristinados como democracias, para armar el bloque del antifascismo.
La encrucijada es, seguramente, Madre Coraje (Zurich, 1941, ocasión de gran despliegue para la eminente Teresa Giehse). Brecht se propone una obviedad, mostrar en una larga caminata teatral que la guerra es mala, destructiva e inhumana, tan inhumana como el hombre mismo. Y, además, solventar su teoría de una tragedia antiaristotélica (a pesar de las opiniones del profesor Lukács): nada de catarsis de las pasiones, nada de horror edificante, ni una pizca de compasión.
Lo que advertimos, a la vuelta de los años, es que, por cierto, la guerra sigue siendo tan atroz como en tiempos de Aristóteles y Brecht, pero lo que éste edifica es casi lo contrario de lo que propone: una figura mítica, una suerte de Niobe pasada por la crueldad barroca y la sensibilidad expresionista, una madre que echa al mundo a unos hijos para que vivan matando, para que sobrevivan con las piltrafas que los alimentan y las municiones que ella misma vende desde su carretón infatigable. Madre Coraje es la historia como madre guerrera, que nos da la vida y la muerte, la pelea y la ensoñación de la paz perpetua, el más allá de la existencia, personificada en esa hija muda que nada puede decirnos sobre la locura del mundo.
Quizá la clave autobiográfica esté en Galileo Galilei (1943, opípara ocasión de lucimiento para Charles Laughton), en esa figura del científico amoral que acaba claudicando ante el poder: un anciano víctima de la extenuación senil, cuya obra quedará como un aporte gigantesco para la inteligencia, muy por encima de su circunstancia humana personal.
En sus últimos años, Brecht se encarnizó en releer textos clásicos, tomados del teatro chino (El círculo de tiza caucasiano) o de la farsa rococó italiana mezclada con la Comedia del Arte (Turandot o El congreso de las lavanderas). La historia, el inalcanzable pasado que se fragua en instantáneo presente, lo obsedía. Fausto, su proyecto frustrado, otra obsesión alemana, simboliza ese pacto del hombre mortal con la inmortalidad demoniaca de la historia que lo hace y lo deshace. El arte es el punto de conciliación entre la circunstancia efímera y la permanencia del tiempo, un tiempo que, por paradoja, como sostiene su amigo Benjamin, nada sería sin la pasajera eventualidad de los hechos históricos.
Brecht se puede revisitar si se prescinde de sus obviedades circunstanciales. En La irresistible ascensión de Arturo Ui se propuso explicar didáctiamente cómo el fascismo surge de un pacto entre el lumpen y la burguesía monopolista, tesis revolcada por los historiadores actuales pero que gozó de gran favor en sede estalinista. Hoy, esa historieta de gangsters melancólicos y desentrañados, se puede ver como la parábola de un hombre de poder que es alumno de un actor, alguien que debe representar constantemente a su encarnación histórica. Un diseñador cursi de monumentos anticuados, Adolf Hitler, está condenado por su pacto diabólico a aprenderse el personaje de Adolf Hitler y representarlo hasta la aniquilación, pasando sobre los cadáveres de sus aliados y amigos.
Arturo Ui, como Bertolt Brecht, como cualquiera de nosotros, arde en la hoguera de la historia. De Arturo Ui no queda nada. De Brecht, la sólida ceniza de su arte.
Soy dramaturgo. Muestro
Lo que he visto. En los mercados
humanos
He visto cómo se comercia con el hombre. Es
Lo que
muestro yo, el dramaturgo.
Cómo se enfrentan en habitaciones con planes
O con macanas o con
dinero
Cómo están quietos en las calles, y aguardan
Cómo se
preparan trampas unos a otros
Llenos de esperanza
Cómo llegan a
acuerdos
Cómo se cuelgan unos a otros
Cómo se aman
Cómo se
reparten la presa
Cómo comen
Es lo que muestro.
Informo de las palabras, las que se llaman unas a otras.
Lo que la
madre dice al hijo
Lo que el patrón ordena al empleado
Lo que la
mujer responde al hombre.
Todas las palabras de ruego, todas las de
dominio
Las suplicantes, las equívocas
Las mentirosas, las
ignorantes
Las hermosas, las hirientes.
De todas ellas
informo.