Masiosare, domingo 15 de marzo de 1998
El hombre aquel se había pasado toda
su santa vida huyendo de las sectas. Al principio otros hombres
sesudos y prudentes le habían puesto sobre aviso: las sectas son
malísimas y sólo pretenden derribar a la verdadera iglesia. Desde
entonces nuestro precavido hombre se había aplicado a la tarea de
abominar de toda secta que se opusiera con sus ardides siniestros a la
paternal tutela de las instituciones sólidas, auténticas,
legítimas. Tan pronto como veía un grupo que cuchicheaba en la sombra
hablando mal de la madre priora acudía presto al despacho de la
dirección a dar parte. Lo que es por él no triunfarían las
delicuescentes conspiraciones que ponían en duda la bondad del orden
establecido. Sólo más tarde sus convicciones empezaron a
quebrarse. Primero observó con angustia cómo la secta crecía y crecía
amenazando con visos de verosimilitud al sistema vigente. Después
constató con sorpresa que a su alrededor el personal se movía sin
rebozo hacia el banderín de enganche de la secta y se enrolaba, se
ponía a disposición, militaba, obtenía pases y carnets y hasta
cantaban himnos, otrora abominados, con voz firme y
estentórea. Finalmente, cuando era ya un ciudadano hecho y derecho,
observó a lo largo del ancho mundo que la secta triunfaba, derribaba
ídolos, levantaba Estados y ponía a la madre priora de patitas en la
calle. Era el acabóse, era la revolución, eso de no poder confiar en
el dominio indiscutido de la verdadera iglesia, del verdadero colegio,
del verdadero partido. La cosa acabó cabreando tanto a nuestro hombre
que le impulsó a la más desmedida e inesperada decisión. Pues él, ¡qué
caramba!, también colaboraría a la confusión reinante: fundaría
clubes, frecuentaría conciliábulos, dividiría opiniones,
deslegitimaría a los popes de las grandes sectas, daría alas a los
menos favorecidos, acudiría a los márgenes del sistema a la búsqueda
de causas perdidas que espabilar y potenciar. Enseguida cayó en la
cuenta de que no estaba solo en esa tarea. El patio se había
convertido en un hervidero sectario en el que los fieles de las sectas
mayores vagaban atontados en su absurda creencia de seguir el recto
camino mientras su entorno, cada esquina y cada columnata, alumbraba
cada día credos nuevos y definitorios. El capitalismo estaba a punto
de desplomarse, aseguraban unos, así que lo mejor sería seguir
hablando de literatura. La clase obrera se ha traicionado a sí misma,
razonaban otros, así que no cabe otra cosa que hacerla entrar en razón
y meterla otra vez en vereda. La tierra se destruye por la industria,
con que habrá que ir pensando en el mejor método para destruir la
industria. Los sexos y las lenguas se confunden y nos confunden en su
afán de reconocimiento, por tanto habrá que restaurar la monogamía
heterosexual y el monolingüismo de la patria. Las drogas y el
fanatismo matan a la gente y noquean a los familiares de los muertos,
la ambición contrariada escuece y la vanidad no tiene fronteras,
pensaban otros heresiarcas: lo mejor será fundar otra secta.
De repente nuestro hombre average -él se consideraba muy del término medio- se vio rodeado de una maraña inextricable de sectas: unas se le ofrecían en el buzón del portal con sus señas y sus sedes pero otras se le aparecían en la oficina o en el ocio tironeando de él y solicitándole de modos más sinuosos. Las había de dos tipos, notó: las más molestas eran las que habían heredado de la secta madre el gracioso apotegma de que quien no está conmigo está contra mí; las más amables, las que se limitaban a requerirte desde lejos con sus grandes anuncios de colores cual tentación que se insinúa -``si no vienes conmigo tu te lo pierdes''. Pero realmente -imaginaba- es como si Dios y el Diablo se repartieran por parcelas esta tierra del sol. Con los años había llegado al convencimiento de que la fuerza y la debilidad de la secta residía en su poder para constituirse en oficio. Por muy radicales, excelsos y altruistas que fueran sus fines confesados la secta no podía dejar de instalarse como un modus vivendi con el que algunos de los sectarios, o todos, ganaban el pan, la vivienda y el honor. Era una cuestión de círculos concéntricos dotada de una dialética muy suya: las sectas de círculo pequeño pedían y prometían mucho pero daban poco (e incluso, llegado el caso, te quitaban lo que tenías); las sectas de gran círculo prometían menos y no pedían gran cosa (excepto en caso de emergencia) pero a cambio te dejaban más o menos como estabas. Por efecto de su tamaño las sectas pequeñas eran perentorias y decretaban juicios finales cada dos por tres. Las sectas grandes, en cambio, por la pereza de su maquinaria se demoraban en dimes y diretes de manera que acababan por difundir sus beneficios y sus maleficios con pasmosa pachorra.
El enmarañado mapa de las instituciones -grandiosas, modestas y chicas- no dejaba de tener su lógica, dictaminó triunfal el hombre-average, que algo ayuno de bibliografía específica descubría con eso otro mediterráneo. Si se hubiera leído el libro de la filósofa y antropóloga Mary Douglas Cómo piensan las instituciones (1986), que ha salido hace poco en una editorial española, habría advertido hasta qué punto depende de las instituciones de las que formamos parte la mayoría de las convicciones que atribuimos a nuestra meritoria libertad. Habría descubierto que en todo tiempo y lugar las instituciones han sido y son sectas en el sentido de que todo espacio simbólico se distribuye por división de poderes, de saberes y de creencias. Que frente a ese complejo la espuma lateral de las sectas soteriológicas, escatológicas y asesinas merece más la página de sucesos que la de análisis político. Pero, con todo, ¿qué pasa cuando las grandes instituciones se empeñan en convertirse en iglesias, en anunciar que el fin está cerca, en disponer de la vida de los demás? El hombre del cuento temblaba por eso, porque le preocupaba que a las instituciones que administran la verdad de la vida les diera por volver a las andadas y volverse pequeñas. Intuía esa lógica por la que en el árbol de la sociedad las ramas pequeñas -sin excluir las que él mismo había regado y abonado- hacían crecer a las grandes, mientras que éstas, como sucede en los árboles vegetales, alimentaban a las pequeñas. Ya desatado el hombre conjeturó que el orden de las sectas debía ser como el de las muñecas rusas, embuchadas unas en otras, o como el de los fractales matemáticos o como el de los archivos de un ordenador personal, englobados quieras que no en un directorio. Pero su asombro se colmó al día siguiente durante la reunión habitual de trabajo. No es que de ordinario tuviera muchas diferencias de criterio con Salcedo. Pero aquella mañana la discusión se enconó. Salcedo no parecía dispuesto a pasar por determinado proyecto porque según él -Salcedo- procedía de un conocido grupo de presión, el MMD (Monopolio de la Moral Democrática), al que no dudó en calificar de secta. Salcedo miraba fijamente a nuestro hombre mientras hacía ademanes alusivos al resto de los compañeros, que asistían interesados a la maniobra. ¡Vaya con Fulano!, cuchicheaban, así que ahora profesa en el MMD... Ese grupo difuso tenía intereses en muchos sitios: conectaba con las más altas magistraturas del Estado, poseía poder en la Universidad y en los medios de comunicación, se ramificaba en las distintas nacionalidades y regiones, adelantaba corresponsales en Europa y sus tentáculos abrazaban también las codiciadas tierras americanas. Fulano quedaría marcado, si es que no lo estaba ya, por la sospecha. Pero su asombro tenía otra causa: ¿acaso no sabía todo el mundo que Salcedo pretendía el apoyo, para sus fines personales, del infumable grupúsculo IRTE (Intelectuales Refractarios a Toda Etica) conocido tan sólo por su metafísica abstrusa y sus escándalos en los reality shows?
Con tanta aventura mental el ciudadano medio se había fatigado. Sin embargo prolongó su aventura un poco más. Tomó en sus manos el libro de Mary Douglas, regalo de su mujer, y habló para sí de esta manera: ``Bien, aunque las instituciones pensaran por nosotros todavía nos queda la decisión. Cada persona que se sitúa con sus decisiones en la maraña cuadriculada la reorientará en algún sentido imperceptible. El caso es empujar la maraña en el sentido correcto desde nuestra posición en la cuadrícula. Y a propósito, ¿sabes lo que te digo? Que la secta cuanto más grande mejor''.
Lluis Alvarez enseña estética en la Universidad de Oviedo.