La Jornada 15 de marzo de 1998

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Música de la noche

Por favor, téngame paciencia. No es fácil hablar de estas cosas, y menos cuando sé que apenas dispongo de quince minutos para hacerlo. Nunca se las he contado a nadie. Me atreví a llamar a su teléfono porque sé que usted me guardará el secreto y nunca nos veremos. No corro el peligro de adivinar en su mirada la sombra de la burla. No lo conozco, no puedo imaginar cómo se descompone su cara cuando intenta reprimir las ganas de reírse. ¿Por qué pienso en esto? Porque en más de una ocasión usted sentirá impulsos de reír mientras le cuento mis cosas. ¿Sigue escuchándome?

Me gustaría que al oírme no procurara sólo cumplir con su trabajo. Nos conocemos de tiempo atrás y nuestra vieja amistad me autoriza a pedirle su atención y a convertirme en una persona sincera. Sí, dije a convertirme porque nunca lo soy cuando se trata de mis cosas. Me refiero a ese sueño que me asalta desde hace mucho tiempo. Ignoro si a usted dos años le parecerán mucho tiempo. Cargar un sueño durante veinticuatro meses es una eternidad, al menos para mí, que vivo siempre con los pies en la tierra.

Todo sucedió un viernes por la tarde. Son la hora y el día en que me dedico a planchar. Estoy acostumbrada a hacerlo y sin embargo en aquella ocasión me pareció fastidioso, injusto, cruel, tener que seguir inclinada sobre la mesa, muriéndome de calor, procurando darles buen aspecto a ropas que me son tan familiares. Hasta eso me chocó. Me dieron ganas de huir, de alejar una parte de mí -tan siquiera una parte- de aquel martirio. Estiré la mano y encendí la radio. En ese preciso instante sentí que me envolvía una brisa muy suave cargada de olor a sal... ¿Se está riendo? No se preocupe por disimularlo. Yo también me río cuando me repito esta historia.

Porque que ése es otro problema: vivo diciéndome cómo empezaron las cosas y por eso me siento atrapada en un laberinto del que no puedo salir, o tal vez no quiero hacerlo. Muchas veces me he preguntado qué sería de mí si aquella tarde no se me hubiera ocurrido encender la radio.

Créame. Apenas escuché las primeras notas de la melodía sentí que me encontraba en la terraza de un hotel, bailando al ritmo de la música. Por favor, no piense que estoy inventando esta historia sólo para retener su atención. Lo hago porque supongo que si cuento mi sueño se convertirá en palabras y todo desaparecerá. Tengo motivos para suponerlo. Podría enumerarle uno por uno, no quiero abusar.

¿En qué iba? Ah, sí, en que aquel viernes, mientras seguía esposada con mi plancha, me vi bailando en la terraza de un hotel. Al dar una vuelta, presionada por mi pareja, bajé los ojos y pude ver la falda de mi vestido largo. Sentí la ligereza de la tela acariciándome las piernas desnudas y vi el color: palo de rosa, algo muy suave, muy bonito. Allí, en mi imaginación, reí de alegría y levanté los ojos para mirar el cielo cubierto de estrellas. Entonces sentí el leve roce de la flor de terciopelo -café muy oscuro- con que me había adornado el cabello para darle gusto a él.

Me refiero a mi pareja de baile. Era un hombre más alto que yo. Lo sé porque lo vi inclinarse un poco para besar mi frente, que varias veces estuvo a punto de chocar con su barbilla. Fue todo lo que retuve de su cara y, sin embargo, puedo decirle que el hombre me sonreía. Pero no como tal vez lo está usted haciendo ahora. No. La del hombre era una sonrisa de felicidad. Lo llenaba todo y volvía innecesario hacerle preguntas. En aquel momento no se me ocurrió preguntárselo; él, en cambio, murmuró varias veces el mío: Elisa.

La primera vez que lo dijo me sobresalté. Hacía muchísimo tiempo que nadie lo pronunciaba. Mis hijos no me lo dicen. No lo necesitan. Cuando hacen una petición o reclaman por algo que no funciona bien en la casa soy yo la que les contesta. Lo hago automáticamente, lo mismo que cuando mi marido se dirige a mí con alguno de esos sobrenombres que ha ido poniéndome a lo largo de los años.

Hablar con usted me está resultando muy interesante. De no haberlo hecho no me habría dado cuenta de que sólo en los primeros meses de nuestro matrimonio él me llamó Elisa. Después, por temporadas, me dijo nena, chata, gorda, chaparra. Ignoro el motivo, pero siempre que estábamos en alguna reunión, con su familia o sus amigos, aunque yo estuviera presente se refería a mí como a mi fiera, mi látigo, mi tormento, mi chipote. Nunca protesté porque no tenía conciencia de que ese trato me humillaba.

¿Sabe cuándo me di cuenta de que me enfurecían esos términos? Cuando me vi bailando en la terraza del hotel con el desconocido. Entonces hice otros descubrimientos, quizás el más importante fue el de mi cuerpo. Lo sentí todo -mis senos, mi talle, mis piernas, mis pies- mientras bailaba al ritmo del piano. Cómo lamento no saber cantar. Recuerdo la melodía conclaridad. Puedo repetirla nota por nota en mi cabeza, y de repente caigo en la tentación de hacerlo en voz alta. Van muchas veces que mi esposo me oye. El otro día me preguntó: ``¿Qué canción es esa?'' Me sentí muy nerviosa, como si él hubiera descubierto mi infidelidad.

Sé lo que está pensando: que soy una ridícula. Tiene razón. No lo haría si estuviera segura de que usted alcanza a comprender hasta qué punto vivo en esa terraza. Lo que sucede allí mientras sigo escuchando la música del piano y mi nombre -Elisa, Elisa- es más real que las habitaciones de mi casa, el lavadero, la estufa, la tele, los retratos de mi boda y de mis hijos.

Se está acabando el tiempo. Tengo que resumir la historia si quiero obtener de usted la orientación que necesito. Mire, antes de que encendiera la radio, aquel viernes, me sucedía algo terrible: cada mañana, cuando mi esposo y mis hijos se iban a hacer sus cosas, me quedaba en la casa con la sensación de que me habían abandonado. Nos vemos en la noche, gorda. Ahora es distinto. Apenas oigo el último golpe de la puerta al cerrarse, yo también me voy. Sí, me basta con cerrar los ojos para deslizarme otra vez por la terraza.

Allí todo está siempre igual. La luz de la luna tiene la misma intensidad, en el aire flota un invariable olor a sal, nuestras sombras -la de mi compañero de baile y la mía- se proyectan sobre los mosaicos bicolores: blanco y negro. Pero hay algo que me angustia: la melodía se ha ido desvaneciendo, como si yo la hubiera desgastado de tanto repetirla en mi cabeza.

Entonces prendo la radio y me paso horas girando el botón en busca de la música de piano, pero nunca la encuentro. El problema no existiría sí aquella tarde me hubiera fijado qué estación estaba escuchando. En tal caso llamaría a algún programa de complacencias musicales y solicitaría que me pusieran la canción. Déjeme decirle cómo empieza, tal vez usted la haya escuchado y sepa su nombre: Laralaralá, la, la, la, lalá ¿No le recuerdo nada? ¿Nunca la ha oído? Busque en su memoria, ayúdeme. Piense que todos guardamos en la cabeza una canción que nos dice algo.

Me odio por estúpida y descuidada. ¿Por qué no me fijé qué estación estaba escuchando? Me urge recuperar esa melodía. Sin ella me da miedo regresar a mi sueño. Allí hay demasiado silencio. ¿Probamos una vez más? Fíjese bien, voy a intentar repetirla despacito: tralalalalá, tra la, la, lalá... ¿Qué le recuerda? A mí, la terraza, el vestido, la flor en mi pelo y la voz que pronuncia mi nombre... Perdóneme por ser tan insistente. Ya sé que el tiempo se terminó. Es tarde para suplicarle que identifique la melodía, pero quedan unos segundos, los suficientes para que usted diga mi nombre. ¿Lo recuerda?: Elisa.