La caída de los precios del petróleo, que tan brutalmente afecta los presupuestos estatales y las posibilidades de crédito internacional de los países productores, no responde solamente a la ley de la oferta y la demanda, esto es, a la excesiva extracción de crudo frente a una reducción -originada por las moderadas temperaturas que hubo este invierno en el hemisferio norte, los cambios tecnológicos y la crisis productiva- del consumo petrolero por parte de los países industrializados. Es más, un importante diario francés sugiere que la caída de los precios de los hidrocarburos, aunque no fue provocada por las grandes potencias industrializadas, sí es aprovechada por algunas de ellas para obtener beneficios tanto en lo económico como en lo político.
En efecto, Arabia Saudita, Emiratos Arabes Unidos y Omán, países con escasa población y petróleo muy abundante de extracción poco costosa, no verían mal la posible salida del mercado del petróleo del Mar del Norte debido a que, si continuara la baja de precios, los ingresos de venta no compensarían los gastos de producción, y tampoco se preocupan mucho por el pésimo estado en que se encuentran otros competidores (africanos, latinoamericanos, iraníes, iraquíes o indonesios). A esta ocupación de sectores del mercado que hasta ahora habían comenzado a perder, se agregaría, por lo tanto, la intención política de algunos gobiernos de desestabilizar aún más a países que surten de petróleo a Europa, como Argelia y Libia, pero también a aquellos donde el petróleo depende en gran medida de compañías francesas como Congo, Brazzaville y Angola misma. Esta política también podría tener por objetivo aplicar mayor presión sobre los países productores de América Latina (México y Venezuela, principalmente, pero también Brasil, Colombia, Ecuador, Argentina y Bolivia) a fin de vencer cualquier posible resistencia y obligarlos a plegarse por entero a los dictados de las grandes potencias y de los organismos financieros internacionales.
Es evidente que la política de muchos países productores, tanto de los miembros de la OPEP como de otros grandes exportadores independientes, de compensar con una mayor oferta la pérdida de ingresos resultante de la caída de precios, ayuda a mantener a la baja las cotizaciones del crudo, circunstancia especialmente nociva para aquellos países cuyo flujo de divisas depende en gran medida, como el caso de México, de su factura petrolera. Por consiguiente, los eventuales beneficiarios políticos e impulsores del aumento de la producción no harían más que utilizar la crisis económica y la desunión de los productores.
Estos, por otra parte, no podrán seguir financiando el abaratamiento de los costos de la energía en los países consumidores y, por lo tanto, el enriquecimiento de los mismos, pues a diferencia de las naciones industrializadas, no cuentan con otras fuentes de divisas para resolver sus problemas. Como antes de la fundación de la OPEP, los países productores -especialmente las naciones en desarrollo- tarde o temprano deberán reaccionar y buscar un frente común, si no quieren regalar su futuro y ver crecer dramáticamente sus problemas económicos y sociales. La cuestión se reduce a si podrán lograr las bases para una colaboración eficaz antes de que para muchos de ellos, la baja de los precios del crudo alcance un nivel inmanejable para sus economías.