La Jornada domingo 15 de marzo de 1998

Néstor de Buen
Yo no soy extranjero, por ti seré

A la memoria de Francisco Javier Mina y del Batallón de San Patricio, que se inmiscuyeron en asuntos políticos del país

La palabra ``extranjero'' tiene entre nosotros, sin la menor duda, una connotación negativa, casi peyorativa. Al menos en la acepción normal. No es el caso, por cierto, del Diccionario de la Real Academia que lo define como ``natural de una nación con respecto a los naturales de cualquier otra'', o que ``es o viene de país de otra soberanía''.

El extranjero en nuestro medio suena a extraño, en cierto modo alguien de quien debemos desconfiar por principio, un competidor incómodo, por regla general capaz de lograr resultados que los nacionales no obtienen tan fácilmente. En ello hay una enorme tradición de país invadido, arrasado, conquistado y vuelto a conquistar. No debe extrañar, por ello mismo, que la Constitución le dedique a los extranjeros un solo artículo de redacción miserable que faculta al Presidente de la República, de manera exclusiva, a ``hacer abandonar el territorio nacional inmediatamente y sin necesidad de juicio previo, a todo extranjero cuya permanencia juzgue inconveniente''. El famoso artículo 33 agrega que ``los extranjeros no podrán, de ninguna manera, inmiscuirse en los asuntos políticos del país''.

Hace unos días, a un antiguo amigo que evidentemente ya no lo es, le hacía un juego de palabras a propósito de un régimen alimenticio con el que pretende bajar de peso (dudo que lo pesado se le llegue a quitar alguna vez), y le dije que el régimen era insoportable. Reaccionó violentamente y me dijo que si no estaba de acuerdo con el régimen, que me largara a España. Yo le dije que se fuera a un lugar más mexicano y le agregué que era un acomplejado. Pero no es un acomplejado: es realmente inferior. La discusión acabó, por cierto, en tonterías de niños de escuela.

Ese es un problema grave. El sentimiento de inferioridad que muchos tienen ante lo extranjero. No debe extrañarnos entonces que en estos días difíciles, después de la bronca con Amnistía Internacional que echó a perder un viaje oficial, se haya desatado una xenofobia que no puede ser más incompatible con la política globalizadora y totalmente dependiente de decisiones del exterior que se viene manejando en el campo económico.

Lo curioso es que el famoso artículo 33 que dio origen a la expresión ``extranjero pernicioso'' es la mejor demostración del rotundo desprecio en contra de principios fundamentales de nuestro régimen de garantías: el extranjero no dispone de las garantías de audiencia y legalidad, y el santo capricho de un Presidente de la República puede hacerle perder años de trabajo eficaz, honrado, o de dedicación admirable a una labor social. No existe para los extranjeros el derecho fundamental al debido proceso legal reconocido en la Constitución y en la Ley de amparo.

¿Hay razones para ello?

Razones por supuesto que ninguna, aunque explicaciones muchas. Y cuando los extranjeros (¡pinche palabra!) se convierten en testigos de nuestros desmanes y lo dicen, como nosotros solemos decir de lo que pasa en cualquier país del mundo, se convierten en enemigos y se procede a su expulsión. Y alguien por ahí, con responsabilidades oficiales, demuestra no haber leído la Constitución cuando invoca, como justificación de la expulsión de Chanteau, el que se inmiscuyó en asuntos internos del país, lo que es absolutamente idiota porque es imposible vivir en un país sin inmiscuirse en sus asuntos internos. El 33, recordemos, habla de asuntos políticos, que no es lo mismo.

Y para lindo remate: hasta cuando el llamado extranjero, convencido por muchas cosas de que México es su país más allá de cualquier otro, y siente la necesidad de involucrarse de manera total e inmiscuirse, ¿por qué no decirlo? en sus asuntos políticos con absoluta pasión y entrega, y pide el honor de ser mexicano, la respuesta constitucional lo relega a una tercera categoría que lo hace incapaz de actuar, de verdad, en asuntos políticos. Como los curas, sólo tienen los naturalizados (tenemos) el derecho a votar pero no a ser electos.

Somos tan discriminadores que nos discriminamos solos.

¡Ni modo, manito!