La Jornada domingo 15 de marzo de 1998

Sami David*
Reforma del Estado y derechos indígenas

Tiempos de debate en el país. No hay más lugares establecidos ni fórmulas inacabadas. Todo cambia. Pero el cambio no tiene reglas intrínsecas ni destino prefigurado, contra lo que postulaban el racionalismo hegeliano y el materialismo histórico. Historia no es fatalismo. Historia es praxis política, acuerdos y desacuerdos cotidianos.

Paradigmas van y vienen. Ya no más Estado por mandato divino, no más Estado autárquico, no más razón de Estado, no más Estado al margen del derecho y por encima de la sociedad. Pero también no más el mito de una sociedad sin Estado, un Estado ``autoextinguido'' o un Estado subordinado a las leyes del mercado, en el esquema del neoliberalismo a ultranza.

En México, después de décadas de estabilidad política pero también de democracia acotada, las fuerzas políticas nacionales buscan un camino común, alejado de los extremismos ideológicos.

El país, no un partido político o alguna ONG, pugna por restructurar las instituciones de la República y redefinir su relación con la sociedad civil. Se impulsa la reforma del Estado. No es una tarea fácil. Para empezar, la definición de la agenda. Después, la conjugación de posturas. Finalmente, la instrumentación de las reformas. El qué, el cómo, el cuándo.

Hay consenso en favor de la reforma del Estado, pero darle contenido concreto es otra cosa. Así es la democracia. Así son las sociedades abiertas. Se sabe, en el mejor de los casos, cómo inicia un proceso, pero no cómo termina.

Para referirse a un solo aspecto de la reforma del Estado, la reforma electoral: todos los partidos querían transparencia en el proceso y certidumbre en los resultados, credibilidad pero traducir esa voluntad política en realidad concreta consumió muchos años.

Ahora los partidos están inmersos en otro punto de la agenda: la reforma de los derechos indígenas. Con matices si se quiere, todos coinciden en que hay que reivindicar a esos millones de mexicanos, incorporarlos al desarrollo nacional, respetar su cultura, su cosmogonía, pero sin menoscabo de la unidad nacional y de la integridad territorial. Todos están por una reforma de fondo que no lastime la letra y el espíritu de la Constitución.

El cómo es el problema. Ojalá que este punto no requiera el tiempo de negociación de la reforma electoral. Desde 1994, con la irrupción del conflicto de Chiapas, los mexicanos tomamos conciencia de que había una asignatura pendiente en la marcha de la nación hacia el siglo XXI: los derechos de las comunidades indígenas.

Ya en este gobierno, el presidente Ernesto Zedillo convocó a establecer una nueva relación entre el Estado, la sociedad mexicana y las comunidades indígenas.

Chiapas fue el despertar de la conciencia nacional, pero no el referente único. Había y hay que escuchar la voz de la sociedad mexicana, todas las etnias y todas las fuerzas políticas nacionales. Una reforma constitucional requiere del más amplio consenso de los mexicanos.

Los acuerdos de San Andrés, suscritos en febrero de 1996, tienen el más alto significado: son el producto de arduas y sesudas negociaciones entre el gobierno federal y el EZLN, después de casi un año de encuentros entre ambas representaciones, desde aquél de San Miguel, en Ocosingo.

Pero falta darles fuerza legal, poder vinculatorio. Acuerdos políticos no son normas jurídicas. Es el turno del Congreso. La iniciativa de la Cocopa, una instancia plural con representantes de ambas cámaras legislativas, es un enorme avance.

Tiempo de nuevas iniciativas, de debate en el Congreso, de analizar e incorporar los puntos de vista de todas las fuerzas políticas y atender los resultados de otros foros sobre derechos indígenas auspiciados en esta administración, por el propio Congreso, el Ejecutivo y otras instancias.

La decisión última y definitiva sobre la reforma en materia de derechos indígenas tiene que ser de la representación nacional. El Congreso no puede abdicar bajo ningún concepto de su principal responsabilidad: legislar. Y para legislar tiene que escuchar la voz de todos los mexicanos.

Ante la máxima representación de la nación y del pacto federal no puede haber interlocutores privilegiados.

Ahora bien, para escuchar y forjar consensos lo primero es dejar de lado la tentación de la intransigencia, el todo o nada.

También cuidar los necesarios puentes para allanar los acuerdos: la Cocopa ha cumplido un papel fundamental para acercar posiciones. Hoy más que nunca se requiere de templanza y mesura. Su propia constitución plural y paritaria es signo de civilidad y equilibrio.

Que las tensiones de un parto difícil no excluyan a nadie. Al fin y al cabo no es un debate ideológico. La paz y la reconciliación es el objetivo. Derechos indígenas ya, pero con el concurso de la nación.

*Senador de la República