Carlos Bonfil
Juegos de placer

``Durante un breve momento, en los años setenta, se creyó que el porno podría ser una forma legítima de expresión artística. En Juegos de placer (Boggie nights), el director estadunidense de 26 años, Paul Thomas Anderson (Hard Eight, 1996), evoca esa aspiración por un cine porno `verdadero, justo y dramático', y narra la historia de Eddie Adams (Mark Wahlberg), un mesero californiano de 17 años, descubierto en 1977 en un centro nocturno por Jack Horner (Burt Reynolds, formidable), un director de cine porno que decide lanzarlo al estrellato luego de enterarse de sus sobresalientes dotes físicas: "Hay en esos pantalones algo maravilloso que sólo espera una oportunidad para poder salir''.

A los 18 años, Paul Anderson había realizado ya el corto The Dirk Diggler story (1988), antecedente directo de Juegos de placer, inspirándose parcialmente en la vida de John Holmes, célebre personaje superdotado del cine porno. Nueve años después, consciente de la industrialización del porno a través del video, el joven director elabora la radiografía de una época y de una actitud: el desenfado erótico de los años setenta, la revolución sexual capturada en el seno de una ``familia'' (actores, técnicos, director) de la industria porno. La película refiere cómo los productos del porno que esperaban públicos cautivos en las grandes salas de cine, tuvieron que reciclarse (o desaparecer) ante la llegada del video, una técnica que masificaba la gratificación sexual y conducía al espectador a disfrutar las películas en la intimidad del hogar. El cambio fue radical, como lo señala el cineasta travesti Chi Chi LaRue al hablar de las supuestas virtudes del porno en la regulación de las conductas y en la procuración de la seguridad: ``En los años noventa, hacemos cine porno para que usted no tenga que salir a la calle y pueda masturbarse tranquilamente en casa''.

Juegos de placer evoca una época anterior al sida, al sexo protegido y a la mentalidad sanitaria. Anderson evita, sin embargo, que su película sea reflejo exacto de una actitud sensualista y libertaria. Su mirada es, por el contrario, fría, ajena al goce erótico. En vano se buscará una profusión de desnudos o de escenas ``fuertes''. Contrariamente a las películas eróticas, Juegos de placer no invita al espectador a compartir una emoción sexual, sino a observarla a distancia, a presenciar cómo se derrumba la personalidad de una estrella vertiginosamente encumbrada, y cómo se derrumba también una forma de hacer cine y de excitar a los espectadores. Y cómo luego todo sigue igual, sólo que en un formato diferente (el video). Anderson juega con los fetiches. Marky Mark, el célebre modelo de la ropa interior de Calvin Klein, se vuelve aquí Mark Wahlberg, y Eddie Adams toma el nombre de Dirk Diggler, el personaje que el cineasta creó nueve años atrás. Hay referencias muy claras y muy deliberadas al cine de Scorsese (Buenos muchachos) y al de Tarantino (Tiempos violentos), en las atmósferas nocturnas de la ciudad, en el contacto entrañable de una joven patinadora (Heather Graham) con su ``madre'' Amber Waves (Julianne Moore) frente a una línea de coca. Hay un delirante choque de tres jóvenes sementales porno con un traficante de drogas en su residencia; el reportaje video a bordo de una limusina, donde un joven universitario es seducido y maltratado por Horner y su patinadora porno, y las desventuras de Dirk Diggler como prostituto superdotado e impotente, víctima azarosa de la homofobia.

Paul Anderson aborda el tema de la promiscuidad sexual y el abuso de las drogas sin recurrir a la reprimenda moralista ni a la mercantilización del desnudo. Hay un gusto evidente por la reconstrucción de la época, como lo muestran la selección de la música y el diseño del vestuario, y también la descripción maliciosa del mal gusto de la pequeña industria empeñada en imitar los esplendores de Hollywood (secuencia en la que Dirk Diggler muestra el interior de su casa, su vestuario, las marcas italianas y su automóvil último modelo). Ese gusto por lo inconmensurable y grandioso en el estilo de vida y en la vestimenta, es la prolongación simbólica del pene descomunal de la estrella porno, atributo del que depende toda su carrera. En Juegos de placer la mirada del realizador establece una distancia de 20 años, el tiempo de una generación. Esta distancia le permite cierta objetividad en la observación, la deserotización del tema sexual y un desencanto generacional que es su punto de vista novedoso. En su película anterior, Hard Eight, Anderson abordó una relación maestro-alumno, padre-hijo, como lo hiciera antes Scorsese en El color del dinero. Al reconocer Jack Horner las virtudes de Eddie Adams, y sacarlo del anonimato, se reactiva el viejo tema hollywoodense de la formación de talentos y la involuntaria contribución a su inevitable derrumbe espiritual (el Nace una estrella de la industria porno). A Anderson no parecen interesarle, sin embargo, los mensajes moralistas de una anécdota gastada, como lo muestra en el desenlace de su cinta. En Juegos de placer, el joven realizador de los años noventa decide capturar el espíritu de una época transformándola en una vigorosa materia de ficción.

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