Jordi Soler
El eco de Umberto

Cuenta Umberto Eco que una vez en Manhattan, a punto de cruzar la calle, localizó una cara conocida entre la multitud. La escena era un clásico de película rodada en aquella ciudad: avenida llena de taxis amarillos que se detienen frente al semáforo en rojo y dejan milagrosamente libre la línea de peatones. Cuatro cámaras registran la escena, una de cada lado de la línea, otra de frente a los taxis y la última detrás, viendo en el sentido de la circulación de la calle.

En el semáforo de peatones aparece un monito verde centelleando y entonces las dos multitudes que esperan de un lado y de otro, se lanzan una sobre la otra, se mezclan e intercambian posiciones. En este momento, donde la información facial es más violenta, Umberto Eco vio una cara que le pareció familiar. En lo que se acercaba pensó que lo más sensato era hacerse el que no veía, pero tardó en adoptar una actitud convincente de escritor sumamente distraído y cuando quiso hacerse el loco, ya tenía los ojos de aquel rostro familiar encima. Quedaban escasos metros entre los dos, había que empezar a sonreírle para suavizar un poco el trámite de estrecharse las manos y decirse, ¿cómo has estado?, ¡qué milagro¡, ¿qué haces por aquí?, o alguna otra de esas muletillas introductorias.

Eco no se acordaba de dónde conocía a ese caballero que estaba protagonizando con él esa clásica escena de cine filmado en Manhattan, pero confió en que el tono de voz o algún gesto le ayudarían a descifrar su identidad. Cuando faltaban unos centímetros para el encuentro y don Umberto, con la muletilla en la punta de la lengua, empezaba a estirar la mano, cayó en la cuenta de que ese rostro familiar era el de Anthony Quinn. Las cuatro cámaras se van turnando para registrar los mejores ángulos del escritor italiano, en el momento de disimular que la sonrisa era una simple mueca, y la mano estirada un capricho, o el reflejo de un músculo desconocido e involuntario. Aquí termina, por ahora, este episodio que cuenta Eco en su Segundo diario mínimo.

Más adelante, en el capítulo Cómo no usar el teléfono móvil (o celular), don Umberto ubica la relación de este tipo de teléfonos con el poder, que aparentemente confieren al usuario. ``El hombre de poder es aquel que no está obligado a responder a todas las llamadas, o lo que es más, aquel que se hace negar''. Y para redondear esta idea lanza una línea de fuego: ``Por lo tanto, quien ostenta el teléfono móvil como símbolo de poder está declarándole, en cambio, a todo el mundo, su desesperada condición de subalternidad''.

Puesto en el tema telefónico, Eco se lanza en contra de la máquina de fax, pues dice que fomenta la comunicación inútil. Ante una máquina así, dos parientes que se escribirían una vez al mes, caen en la tentación de mandarse todo el tiempo información estéril, por ejemplo, ``la primera foto de la primita recién nacida''. También habla de una injusticia nueva: el gasto de poner una carta en el correo, o de hacer una llamada telefónica, los hace ver quién intenta comunicarse con el otro; en cambio, con el fax, el otro es quien tiene que pagar el papel.

Regresemos al asunto de Quinn, confundiendo a los peatones, en esa secuencia neoyorquina típicamente cinematográfica. Según Eco, las personas se comportan de forma particular cuando están frente a una cara que han visto muchas veces en la televisión o en el cine. Ven entrar al actor o al conductor en un restaurante y empiezan a hablar de él, a señalarlo y a codearse como si no existiera. Dice don Umberto: ``Los mass media primero nos han convencido de que lo imaginario era real y, ahora, nos están convenciendo de que lo real es imaginario, y cuanta más realidad nos muestran las pantallas televisivas, tanto más cinematográfico se vuelve el mundo de todos los días''.

Una ciudad tan expuesta en las pantallas cinematográficas como Manhattan, se ha vuelto imaginaria, aun en el caso de que Eco estuvo realmente ahí, cruzando una calle, frente a frente con Quinn quien es, por cierto, otro personaje imaginario. La secuencia fue registrada por las cuatro cámaras. Al final puede verse cómo don Umberto, tomado desde una cámara aérea, llega al otro lado de la calle y se aleja caminando por la banqueta. Más allá puede verse un tipo que habla por un teléfono celular, gozando de un poder aparente. La cámara se desvía hacia la izquierda y queda frente a la fachada de un edificio, se acerca a una ventana. Adentro podemos ver a una señora inclinada sobre un fax; está mandándole a su hijo que vive en Australia la primera foto de la primita recién nacida.

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