Gaspar Morquecho
El padre Miguel

Pale Mikel, ta xhax ko'unkutik pe stzot no extok ti konkutike (*)

La última vez que platiqué con el padre Miguel fue en una librería de San Cristóbal de las Casas. Unos días antes había pasado por su pueblo, San Pedro Chenalhó, y contemplé las obras de reconstrucción del templo y el parque en demolición frente a una presidencia municipal por tercera ocasión remodelada.

Le comenté que el gobierno seguía tirando el dinero en obras que poco o nada le dejan a los pedranos, y que de alguna forma se quería fortalecer la imagen y los espacios de un poder en decadencia porque la iglesia verdadera --en la que cree Miguel--, está en la comunidad de ese pueblo creyente convencido de que cada uno de ellos es un templo vivo y actuante, porque a pesar de esa presidencia municipal reconstruida, una vez construido el Municipio Autónomo con sede en Polhó, la mayoría de la población acude ahí para plantear y resolver sus problemas comunitarios. La plaza demolida era lo que más reflejaba la situación por la que pasan los pueblos, comunidades y municipios de los Altos de Chiapas pero sobre todo, era el reflejo de ese absurdo y arcaico sistema de control que son los agónicos cacicazgos de esta región.

No sé si el padre Miguel --después de más de tres décadas de estancia en ese pueblo tzotzil-- era francés, mexicano y tzotzil pues, respetuoso de las leyes mexicanas, cada seis meses salía del pueblo para renovar su permiso. Eso lo hacía francés. Pero esa defensa y respeto a las fiestas y ritos tradicionales y a las autoridades pedranas; esas sus celebraciones en tzotzil y atender a los(as) indios(as) en su idioma materno nos hablan de esa su particular mexicanidad e indianidad adquirida, asumida.

Convencido el padre Miguel de su misión pastoral, acompañó a ese pueblo indígena en su búsqueda y construcción de lo que llaman el Reino de Dios en la tierra, que no es otra cosas para los indios que respeto, justicia, equidad. Un proyecto de vida que se opone al proyecto de muerte que hoy es el neoliberalismo. Orientó su intervención en esos pueblos para atenuar las diferencias y en los últimos cuatro años para abrir puertas de reconciliación. Esto lo colocó en varios momentos como el blanco de las agresiones de los caciques del pueblo; soportó valientemente las amenazas de muerte y las agresiones físicas, sobre todo, antes y después de la matanza de Acteal.

Sé que la injusta expulsión del país le está causando un profundo dolor a Miguel. El año pasado --cuando migración lo hostigaba-- en un breve encuentro en San Cristóbal se me ocurrió comentarle, con ligereza, que después de tantos años de trabajo pastoral y entrega en ese pueblo tzotzil, podía pensar en un retiro, con cierta paz, en su tierra natal. Sonriente me respondió. ``no hermano tac, ahí está mi pueblo... ahí está mi vida''. Al expulsarlo, el gobierno de México le ha quitado la razón más importante de vivir a ese hombre. Mientras tanto, siguen impunes los otros responsables de la fiesta de la muerte en Acteal, y el gobierno mexicano se asesora de militares gringos, los paramilitares no han sido desarmados y 10 mil indígenas resisten en sus campamentos, rodeados de federales, el desplazamiento forzado.

Al dolor por la matanza de Acteal, los indios abrirán un espacio más en sus fuertes corazones para dar cabida al dolor que les causa la expulsión del padre Miguel, sentimiento que, sin duda, alimentará su rebeldía --muy al contrario de los cálculos gubernamentales. Los indios saben resistir. Esos son los signos de estos tiempos.

(*) Padre Miguel, nuestros corazones están tristes, pero nuestros corazones son fuertes.