Satanás tiene que existir porque los malos
deben ser eternamente castigados.
Ivan Karamazov.
En épocas de grandes turbaciones, los valores y los contravalores se confunden en grados tan extremos que el bien vuélvese mal, la justicia, injusticia o las mentiras, verdades, sin que nada rompa las tinieblas que trastruecan a la conciencia humana. Son tiempos en que Satanás emerge con esplendor al percibirse a sí mismo Enemigo o Adversario de todos; y entonces salta la natural pregunta: ¿quiénes son los todos que tan furiosamente demanda para su dominio el tremendo monarca del Averno? No hay duda, se habla de la humanidad privada del Paraíso por el pecado original de Adán y Eva, embebidos desde entonces con los deliciosos frutos del Arbol del conocimiento. La humanidad por tanto, sólo es para el Maligno el exclusivo proyecto de convertir los anhelos de felicidad en un infierno de odio, visión aterradora esta que no fue concebida ni de lejos, por la esplendorosa cultura clásica grecorromana. El demonio socrático; las tribulaciones de Plotino y sus explicaciones sobre el modo de incluir lo divino que hay en la persona en la divinidad que alienta en el Universo, o sea la vuelta mística de lo diverso a lo Uno; el paso platónico de la caverna de las sombras al olimpo de las ideas y del Bien Supremo; o el descubrimiento aristotélico de Dios como Motor inmóvil; carecen estas ideas, sin negar su hondura, de la grandiosa simplicidad del relato bíblico. Hay algo más: siguiendo a Dante y a Goethe vale señalar que el castigo de Satanás no lo paralizó en una celda infernal; una vez en su flamante imperio se autocoronó señor de la perversidad, halagado por la enorme corte de sus parciales angélicos, cuyo auxilio le ha sido indispensable para atraerse almas seducidas por los dulces placeres del pecado. Así es la manera puesta en práctica por Satanás mismo, sus advocaciones como la mefistofélica de la imaginación fáustica, y sus siervos luciferinos, para extender su influencia en los pueblos del planeta, donde sus inagotables armas suelen lograr increíbles victorias merecedoras de encendidos elogios del crimen. Claro que nos referimos al crimen que nace del poder político, al crimen que abate a ciudadanos y repúblicas, al crimen que impone la injusticia sobre la justicia, la plutocracia sobre la democracia, el mal sobre el bien, la mentira sobre la verdad, al crimen que hace de la indignidad la principal virtud del homo sapiens. Es en el orden público donde Satanás logra maximizar la malignidad que lo impulsa y define: la coerción del Estado es el camino óptimo para intentar hacer del acto soberbio un resonante éxito y no el ridículo fracaso del pobre Luzbel, reseñado en el Génesis.
Llenan las páginas de la historia no pocos elogios al crimen de Estado. El genocidio de Hiroshima y Nagasaki, el salvajismo norteamericano contra el pueblo vietnamita, los crímenes de Stalin denunciados por Kruschef, el sadismo nazifascista, las matanzas en la barrio Chorrillo, en Panamá, las bombas de penetración que estallaron en los refugios antiaéreos de Bagdad, fueron estos y otros hechos repugnantes motivo de elogios imperdonables. Lo mismo sucedió en México con el asesinato de Rubén Jaramillo y sus partidarios o en los días de las masacres de ferrocarrileros vallejistas y de estudiantes y pueblo, en Tlatelolco, o con la desaparición de disidentes políticos, el acoso militar en Chiapas, Guerrero, Oaxaca y otras entidades federativas, y en el terrible e impune hasta hoy macrohomicidio de Acteal. Son acontecimientos nauseabundos que hieren al hombre justo y bueno, no manchado con la grand merde del crimen público.
En Santiago de Chile se ha levantado hoy un ignominioso escenario de elogios al general Augusto Pinochet, iniciador de crímenes multitudiarios que se cometieron desde el día en que fue asesinado el heróico presidente Salvador Allende. ¿Acaso el aplastamiento de la libertad, protagonizado en la patria de Neruda hacia 1973, podría justificar de algún modo aún inverosímil, la investidura de senador vitalicio que se ha otorgado al mencionado dictador? ¿Podrá el Enemigo regocijarse en las profundidades arcaicas ante el espectáculo de una derrota definitiva de la virtud?