Adolfo Gilly
Felipe

Felipe González, invitado del Consejo Coordinador Empresarial, tuvo una comida con articulistas de La Jornada. Veinticinco hombres, para ser precisos, ninguna mujer. Digo, porque nuestra directora, la Lira, no pudo venir por otros compromisos no eludibles. Yo sí podía asistir y fui, no fuera que.

Fue ameno escuchar a Felipe. Le ha-cían preguntas, algunas al límite de la ponencia, y él las contestaba con profusión y acento andaluces. Imposible ponerle trampas, porque el micrófono lo tenía él y las tablas también y de todos modos de lo que se trataba era de escucharlo, que para eso vino y no para que le discutan.

Yo no hice ninguna pregunta ni aventuré opinión. A la salida un colega me preguntó por qué. ``La palabra es de plata, el silencio es de oro'', le respondí.

A la mañana siguiente quiso la suerte que me invitaran a otro encuentro con Felipe, un desayuno con algunos miembros del PRD: Andrés Manuel, Porfirio, Amalia, Raymundo, Jesús, Rosalbina, Martí, Alejandro. Como en la comida anterior, estaban presentes varios empresarios y los acompañantes del ex presidente socialista español.

Felipe dijo, por fuerza, algunas mismas cosas que el día anterior y otras con ligeras variaciones. Pero esto les sucede a casi todos los conferencistas en gira y por eso no es aconsejable, salvo casos de estudio, repetir la dosis. Lo que sea de cada quien, yo disfruté su gracia, con su micrófono por timón y navegando las preguntas ayer entre intelectuales y hoy entre políticos con el mismo gorbachoviano desenfado que otros no han sido capaces de tener.

En el desayuno, además, contó una historia bonita. Parece que cuando aún era el príncipe Juan Carlos, el actual rey de España viajó a Estados Unidos e hizo declaraciones al New York Times. Se llegó a saber que a Francisco Franco, por entonces todavía Caudillo de España por la Gracia de Dios, no le gustó mucho la entrevista. Pero el hombre --al contrario del narrador, o sea Felipe-- era muy parco y la incógnita era si, al llegar Juan Carlos, le haría algún comentario. Cuando se entrevistaron, dicen los decires, el Caudillo recibió al Príncipe con un ejemplar de la entrevista sobre el escritorio y, por todo comentario, dijo al joven: ``Uno es dueño de su silencio y prisionero de sus palabras''. Acto seguido, guardó el recorte en el cajón y pasó a otro tema.

Tampoco en esta ocasión hice pregunta alguna. Concluido el desayuno, me tocó bajar en el ascensor con uno de los asistentes, viejo amigo del socialista español desde los tiempos en que, clandestino, se hacía llamar Isidoro (y ahora quienes son sus anfitriones se enojan porque otro se hace llamar Marcos). Este amigo, también ocurrente y de respuesta rápida como Isidoro, me dijo: ``Felipe es el mismo de siempre. Cada vez que no quiere contestar una pregunta, agarra el micrófono y habla media hora''.

Total, que entre tanto dicho y dicharacho la pasé muy bien, sobre todo la segunda vez cuando ya conocía las preguntas posibles y las réplicas previsibles. Aunque tal vez no debería contarlo ahora porque como dijo el Caudillo, el sombrío Señor del Valle de los Caídos, ``uno es dueño de su silencio y prisionero de sus palabras''.