Rodolfo F. Peña
Chiapas, la prioridad
Sin contar con la reforma del Estado, y aparte de los viejos y generalmente desatendidos desafíos estructurales, México enfrenta ahora un cúmulo de problemas de distinto tamaño y de índole diferente, muchos de los cuales están incidiendo ya o incidirán muy pronto sobre el cuerpo social.
Algunos son muy graves, como la caída de los precios del petróleo y un nuevo e inminente recorte presupuestal, que darán al traste con las previsiones autocomplacientes en el dominio de la economía; otros se asocian a las contiendas electorales en varias entidades federativas, potenciadas por las proyecciones políticas del año 2000 y por las tensiones internas de los partidos. Pero el problema más serio, el que confiere o niega autoridad y fuerza para abordar los demás con entereza y esperanza de buen tino, es el conflicto chiapaneco.
Puede decirse que desde el 29 de noviembre de l996, fecha en que la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) entregó la propuesta de iniciativa de ley en que se recogen los acuerdos de San Andrés Larráinzar, el proceso de solución del conflicto se empantanó. ¿Por qué? Todo lo que las partes tenían que hacer con esa propuesta era compararla rigurosamente con lo acordado y firmado el 16 de febrero anterior. Si había fidelidad al espíritu y la letra del documento básico, el Ejecutivo federal debía asumirlo como iniciativa propia y presentarlo al Congreso para que corriera el trámite de formación de las leyes. En caso de infidencia, no necesariamente intencionada, lo procedente era precisar al detalle las omisiones o excesos interpretativos de la instancia coadyuvante.
Alrededor de un mes después de conocida la propuesta de la Cocopa, el gobierno hizo las primeras observaciones, que dejaron ver claramente no eventuales fallas de conversión jurídica, sino una franca retractación gubernamental respecto de lo discutido, aceptado y rubricado. Se diría que en el proyecto de la Cocopa se colaron ideas que no habían sido acordadas y que eran extraordinariamente peligrosas para la integridad territorial de la nación y para su soberanía. Si tal hubiera sido el caso, no quedaba sino exponer al juicio público a los integrantes de la Cocopa por haber intentado filtrar elementos jurídicos que acabarían por desintegrar a la patria y destruir sus instituciones fundamentales. Semejante deslealtad, desde luego, habría tenido que demostrarse, cosa que no se hizo ni por asomo.
En vez de ello, más de un año después las observaciones del gobierno se redujeron a cuatro (en 20 cuartillas). En esencia, los mismos pretendidos temores, los mismos puntos fundamentales de retractación, el mismo desconocimiento de los acuerdos firmados, sin dejar de exaltarlos hasta la sacralización, en una actitud que parece no paradójica, sino burlesca.
Con semejante comportamiento, en los hechos se ha roto un diálogo que sin embargo no deja de exigírsele a la otra parte. Y al cuestionar sin argumentos válidos ni pruebas su forma de coadyuvancia, está desairándose a la Cocopa, que no es un órgano integrado por pacifistas espontáneos, sino creado por ley y formado por miembros del Poder Legislativo.
Y ahora resulta que nos amenaza una sobreabundancia de proyectos de ley, basados todos, naturalmente, en los acuerdos de San Andrés.
El principal argumento para descalificar a priori esos proyectos es su necesaria marginación del proceso concreto de pacificación que los legitimaría con el consenso de los actores.
De pronto, parece que todo mundo sabe, y lo sabía desde antes, lo que son los derechos y la cultura indígenas y cómo dar forma y sustancia a una propuesta de ley, y se apresta a echar su cuarto a espadas. Esto es lo mismo que olvidar las angustias y preocupaciones de los primeros minutos y los primeros días de l994 y el significado profundo del levantamiento indígena.
Es explicable, en esas condiciones, el silencio, que me parece un tanto incrédulo, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional; ya no me parece tan explicable que los insurgentes se nieguen a entrevistarse incluso con la aporreada Cocopa.