Olga Harmony
El cerco de Leningrado

José Sanchis Sinisterra es el dramaturgo español más representado actualmente en México, país con el que tiene una evidente cercanía y en el que ha dado cursos, además de dirigir aquí una obra suya. Apenas conocido en la propia España hasta hace una década, cuando Ay, Carmela le dio una gran celebridad, Sanchis Sinisterra lleva mucho tiempo pugnando por su Teatro Fronterizo, marginal, ajeno a ``los ecos del poder'' y ``proclive a la insignificancia y la desmesura''. Los textos que le conocemos en México, y otros que aun desconocemos, ocurren en escenarios teatrales nunca suntuosos, en ocasiones precarios y en el linde -o la frontera- de ser otra cosa: homenajes al teatro y los comediantes, y sobre todo a ese teatro directamente entreverado con una realidad social que colinda con la irrealidad como metáfora.

El cerco de Leningrado se estrena en los momentos en que se conmemoran los 150 años del Manifiesto Comunista. Es verdad que ya ha tenido temporadas en muchos países y aun entre nosotros iba a escenificarse el año pasado; que concurra con el aniversario es totalmente fortuito, fruto de uno de esos azares que Sanchis celebra en su Manifiesto (latente) del Teatro Fronterizo (1977).

En el programa de mano Alejandro Aura opina que no es teatro político. Disiento. El propio autor habla de sus dos personajes como ``frágiles restos del naufragio de una utopía'', ésa que, al alejarse, sirve para hacernos caminar, según el hermoso epígrafe de Galeano. La obra es una parábola del derrumbe del socialismo real, con esas dos tercas mujeres que se aferran a una esperanza en el abandonado y polvoso Teatro del Fantasma (que recorre Europa), ciegas ante lo ya presentido que subyace en la muerte de Néstor y en el misterio del perdido manuscrito de El cerco de Leningrado.

Ante el próximo fin que se avizora por obra y gracia de ese Roberto, ex comunista captado por el sistema y que en la actualidad es consejero de Cultura (personaje que no aparece, ni lo necesita, porque recuerda algo que nos es harto conocido), el dramaturgo nos permite otear una esperanza de futuro en la mágica metáfora del rejuvenecimiento de Natalia, la más terca e irredenta en sus manifestaciones ideológicas. El desamparo suyo y de Priscila se manifiesta de manera conmovedora en sus convocatorias a asamblea general de ellas dos, en su solitaria celebración del primero de mayo, en que la risa suscitada por la gracia de las situaciones da paso a un sentimiento de admirada nostalgia ante su entereza y rebeldía.

El lenguaje usado en esas ocasiones, tan de la envejecida izquierda estaliniana, contrasta con el muy cotidiano, como el pleito de las espinillas de Néstor: allí están presentes la insignificancia y la desmesura que signan la obra de Sanchis Sinisterra. El lenguaje entrevera las graciosas equivocaciones de Natalia -amnistía por amnesia- y otras que lindan en lo poético -sueños de relieve por sonambulismo- con frases de carga terrible, como la que afirma que el pueblo ya no existe. O la inteligente y en apariencia ingenua comparación que hace Natalia del revisionismo con la moda.

La obra para dos únicas actrices repite recursos usados hasta la saciedad, pero les da vuelta con mucha malicia. Así, el juego de la remembranza, en que Priscila se aburre sin cortapisas ante la sobreactuación de Natalia, o el ensayo pedido por Priscila de su próximo encuentro con Roberto, que terminará por hacer sola ante la ausencia de Natalia.

Esa vuelta de tuerca de lo manido se logra gracias al texto, pero también al espléndido desempeño de Ana Ofelia Murguía (Priscila) y de Marta Aura (Natalia), que en todo momento tocan en clave de comedia, como diría el autor, nuestra nostalgia por el sueño derrumbado. Y también gracias a la muy buena dirección de Ricardo Ramírez Carnero, que pudo solucionar las transiciones con abiertos cambios a la vista, casi rupturas brechtianas, por tramoyas que a veces enfatizan la ruptura, como es la manta que aparece antes del entreacto.

Ricardo Ramírez Carnero consigue además momentos de singular belleza, como el de la perorata trunca de Priscila sobre la mesa, con el sonido de la lluvia filtrada por goteras en las cubetas, mientras la lámpara se mueve.

Director y escenógrafo -Jorge Reyna, también responsable del vestuario y la iluminación- convierten el escenario del teatro Julio Castillo en un pequeño recinto de cámara en el que incluso el público tiene un cambio de perspectiva. Tiene razón el dramaturgo: con el equipo mexicano su texto tiene una sensible y exacta traducción escénica.