En un encuentro entre directivos de la UNAM y del Departamento del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas se pronunció porque la Universidad Nacional sea pública y gratuita. Este gesto no tuvo ningún viso de cordialidad, sobre todo cuando el gobernador sabía perfectamente el punto de vista del rector Barnés en el sentido de que la UNAM debe cobrar cuotas a sus alumnos.
Pero tampoco es una intromisión ilegal, puesto que no vulnera la capacidad que la Universidad tiene para definir autónomamente sus políticas de financiamiento. Se trató de una opinión política, como puntualizó más tarde Barnés, pero esta opinión sacó a relucir un tema crucial para la institución universitaria: ¿debe la Universidad cobrar, o no, cuotas?
El dilema ha dado lugar a un conflicto de opiniones: quienes ocupan cargos de dirección en las universidades y honestamente se preocupan por mejorar sus finanzas, piensan que es justo que las personas que se benefician con los servicios educativos de la Universidad y están en condiciones de hacerlo paguen una cantidad de dinero que cubra, aunque sea parcialmente, el costo de esos servicios. Sin embargo, otras personas, preocupadas porque en el ingreso a la Universidad impere un principio de justicia, sostienen que sólo la gratuidad puede garantizar ese principio y que las cuotas pueden convertirse a la larga en un mecanismo de discriminación social.
El hecho real, empero, es que la UNAM -y la mayor parte de las instituciones públicas de educación superior- sí cobran cuotas, sólo que son irrisorias. En estricto sentido, la educación superior en México nunca ha sido gratuita. En la UNAM cada alumno de licenciatura paga, reglamentariamente, por cada año de estudios, la cantidad absurda de 20 centavos (aunque tiene la oportunidad de hacer una aportación voluntaria); en el IPN, cada alumno paga anualmente 80 pesos, pero está obligado a pagar su credencial, que cuesta 30 pesos, de modo que en total paga 110 pesos. Estas cantidades son irrelevantes respecto a las finanzas globales de la institución y respecto al gasto por alumno que realiza la sociedad en educación superior.
No obstante la importancia del tema no se le ha debatido de manera racional y ponderada. En ocasiones, lamentablemente, la discusión ha sido sustituida por actitudes que descalifican a priori la idea de aumentar las cuotas o que interpretan esta propuesta concreta como parte de una conspiración del neoliberalismo. El hecho real es que en las actuales circunstancias, cuando el proyecto nacional reclama como nunca una contribución decisiva de las universidades, éstas naufragan en una crisis sin precedentes, en gran parte por falta de recursos financieros.
Es difícil no ver en la postura de Cárdenas -pidiendo la gratuidad de la Universidad- un reflejo tardío de una vieja concepción asistencialista vigente durante el sexenio en el que fue presidente su padre, don Lázaro Cárdenas (1934-1940). Esa concepción partía de principios éticos incuestionables -su fin era beneficiar a las masas desheredadas-, pero se sustentaba en una mecánica, no contractual sino asistencialista y paternalista, en la que el Estado se obligaba a dar sin esperar recibir nada a cambio. Esta mecánica, evidentemente, no puede tener validez hoy, mucho menos en la esfera educativa de que hablamos. El problema de fondo en la actualidad es que la acción unilateral del Estado al ofrecer gratuitamente servicios educativos de nivel superior a los alumnos genera efectos perniciosos que quienes trabajamos en las universidades públicas percibimos día con día: los alumnos no aprecian, no valoran adecuadamente la educación que reciben ni los maestros se sienten obligados a ofrecer un servicio de calidad. No habiendo contrato de por medio, la relación maestro-alumno se relaja: es una relación que depende de la voluntad de las partes y que, por lo tanto, carece de la tensión creativa que surgiría de un auténtico contrato que obligara a ambas partes.
El contrato que se establecería, en el caso de que el alumno pagara una cuota significativa, modificaría sustancialmente las actuales relaciones maestro-alumno. El alumno cobraría mayor aprecio por la educación que recibe y se sentiría estimulado a realizar un mejor desempeño; el maestro, por su parte, estaría obligado a superarse y a hacer un buen papel en el salón de clases; de otra manera, se enfrentaría a la sanción de la institución, que estaría preocupada por elevar los rendimientos generales, o al reclamo del alumno que se sentiría con derecho de reclamar (sentimiento que, actualmente, el alumno no tiene). Sin embargo, para conjurar cualquier injusticia, la Universidad debería comprometerse previamente a garantizar beca completa a todos aquellos alumnos que teniendo capacidad y deseos de estudiar, no lo puedan hacer por carecer de recursos para pagar sus cuotas. Creo que sólo por esta vía las universidades públicas podrán superar el desasosiego que sufren.
* Director de la revista Educación 2001 y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM).