La Jornada 11 de marzo de 1998

CARCELES BAJO CONTROL DELICTIVO

Al comparecer ante la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa capitalina, el director general de Reclusorios del Distrito Federal, Carlos Tornero Díaz, hizo una alarmante descripción del estado en el que se encuentran las cárceles de la ciudad: al poder que ostenta el crimen organizado --las bandas de narcotraficantes, en primer lugar-- en el interior de los reclusorios se suma y se vinculan la corrupción de autoridades y empleados, la sobrepoblación, la falta de equipo, presupuesto y capacitación, la convivencia de reos sujetos a proceso con sentenciados, la drogadicción, la prostitución y la violencia como prácticas comunes dentro de los centros de reclusión.

Los dos primeros fenómenos mencionados --poder del narcotráfico y corrupción de autoridades y empleados-- son, sin lugar a dudas, los más peligrosos y desestabilizadores. El control de las cárceles por parte de organizaciones delictivas --incrustadas o no en las estructuras administrativas-- no sólo vulnera el estado de derecho y da origen a toda suerte de abusos y violaciones a los derechos humanos de los reclusos, sino que hace del todo inviable el propósito de rehabilitación de los infractores, sustento fundamental de la doctrina penitenciaria del país. Asimismo, tal situación hace posible que los reclusorios sigan siendo ``universidades del crimen'' y focos de reproducción y propagación de la criminalidad, en lugar de instituciones orientadas a la regeneración y reinserción social de los delincuentes.

Ciertamente, sería ingenuo y poco realista pretender que las conductas ejemplares predominaran en centros poblados por delincuentes reales y presuntos. En prácticamente todos los países, independientemente de su grado de desarrollo económico y de su organización política, las cárceles suelen reproducir, en forma concentrada y lacerante, las peores miserias y los más graves contrastes humanos y sociales. La vida en los reclusorios tiende a ser, por la propia naturaleza de esas instituciones, áspera y sórdida. Pero esa condición inevitable de ninguna manera justifica que la sociedad y sus autoridades se resignen a dejar el control interno de las cárceles en manos de la delincuencia. De la misma manera, el hecho de que los reclusos sean infractores, presuntos o convictos, no justifica que sean abandonados a su suerte y condenados, en los hechos, a padecer, además de los términos legales de privación de la libertad, abusos, virtual esclavitud, torturas e incluso la muerte, como ocurre con frecuencia en las prisiones del país.

Finalmente, debe considerarse, de hecho, que el indignante y preocupante panorama descrito por Tornero Díaz no es exclusivo de los reclusorios capitalinos; por lo contrario, las distorsiones y las aberraciones que se presentan en éstos se encuentran también, en grados similares o peores, en casi todas las cárceles de México.