Pedro Miguel
El agua de la Luna

Un pájaro de aluminio de la NASA captó el olor del agua en los alrededores del Polo Sur de la Luna. Si hay suerte podría haber suficientes galones de líquido como para llenar el tramo más gordo del Cañón de Colorado, pero en el peor de los casos alcanzaría para sumergir a toda la concurrencia de un clásico en el Estadio Azteca.

El dato parece de una banalidad intolerable ahora que las muchachas de Sudán son introducidas a patadas en el mercado de esclavos, cuando los niños indígenas siguen siendo devorados por sus propias lombrices y en un momento histórico en el que nadie tiene propuestas civilizatorias que vayan más allá de la melcocha verbal de los valores supremos.

Pese a ello, la confirmación de ese charco adosado a nuestro farol planetario es un acontecimiento enorme desde el punto de vista científico, no sólo porque reafirma la relativa hermandad química de la Tierra y la Luna sino también porque parece indicar que hasta para la más grave aridez hay esperanzas de redención: no hay que olvidar que, comparado con la Luna, el Sahara resulta más húmedo que Tabasco.

La preocupación humectante, a su vez, tiene detrás un cálculo utilitario que va mucho más allá de la agricultura y la ecología: los charcos polares de nuestro satélite pueden ser usados como gasolinera y centro de abastecimiento para la exploración tripulada del Sistema Solar, como cuenca para llenar los tinacos de una posible colonia o base permanente y como materia prima para la producción lunar de oxígeno a costos razonables.

En un ámbito menos objetivo, el hallazgo del agua lunar, sumado a las recientes fotos de la Europa joviana que revelan un mundo acuático localizado justo a la mitad de la autopista a Plutón, no deja de ser reconfortante, si se piensa que, en dos terceras partes, los organismos humanos somos nada más que esa sustancia incolora, inodora e insabora, como nos decían en la escuela, y que un líquido tan familiar y entrañable ande esparcido en diversos puntos de allá arriba. Vaya, o sea que nuestra vecindad inmediata no es, a fin de cuentas, nada más un páramo infernal de rocas, bióxido de carbono, hidrógeno y ácido sulfúrico, como nos dijeron, años después, los informes de la NASA.

¿Se trata, a fin de cuentas, de reinos que no son de este mundo? No necesariamente. El dato referido, aparte de darle cierto rostro amable a las inmediaciones estelares de nuestro planeta, puede dar un nuevo aliento a la investigación y la exploración espacial, actividades que para muchos han dejado de tener sentido y que, sin embargo, podrían marcar para el continente terrícola unificado por la economía, las telecomunicaciones y las líneas aéreas un momento de expansión y emigración tan vigorizantes como lo fue para Europa la colonización de América en los siglos XVI y XVII.

El dato realmente importante en esta perspectiva sería, en todo caso, si hay personas dispuestas a ir a beber un sorbo de aquellas aguas oscuras y gélidas, especialmente en un periodo en el que, a pesar de las miserias, las guerras soterradas, la uniformidad creciente y el desencanto finisecular, los niveles de vida son, con mucho, los más elevados de la historia humana.

Supongo que sí, porque este periodo es también el de las fobias y las filias poco razonadas: no pocos delirantes, por ejemplo, enfrentarían gustosos las incomodidades inherentes a la vida de pionero (espacial, en este caso) con tal de no pisar el mismo suelo planetario que Bill Gates, a quien tienen como el Anticristo, y muchos creyentes de la astrología se sentirían dichosos de vivir en la Luna porque, de esa manera, estarían unos cientos de miles de kilómetros más cerca de la constelación de Acuario, además de que tendrían uno al lado.