La semana pasada se llevó a cabo, en la ciudad de Cartagena, Colombia, la Cumbre de la Infancia de América Latina y El Caribe. Esta reunión tuvo gran visibilidad internacional al congregar a un importante número de personalidades y a más de 500 delegados. De los reflectores hay que pasar ahora a la reflexión.
En rigor, nadie habría pensado en una Cumbre de la Infancia si no fuera dolorosamente cierto que, a finales del siglo XX, con todos los avances de la ciencia y la técnica, los espectros de la desnutrición y las enfermedades prevenibles siguen aquejando a una proporción inaceptable de la población infantil del mundo. Al hambre crónica y la muerte temprana se suman las limitaciones o la ausencia de educación, el trabajo explotado, el abuso sexual, el abandono y las tendencias filicidas encubiertas o explícitas de muchos padres. Se dibuja así el espectro nebuloso de un asunto crítico que revela aspectos profundos del deterioro en las relaciones sociales: la violencia contra los niños.
Por la naturaleza misma de este fenómeno resulta muy difícil conocer su magnitud exacta. La dependencia biológica y jurídica con respecto a los adultos deja a los niños en una situación especialmente vulnerable, sobre todo si consideramos que, a través de sus omisiones y sus comisiones, los adultos se han convertido en el principal factor de riesgo para los niños.
La violencia produce toda una gama de secuelas físicas y psicológicas difíciles de cuantificar. Aun si nos enfocamos únicamente en el daño extremo representado por la muerte, la situación resulta preocupante. Veamos el siguiente ejemplo, que se deriva de un análisis realizado precisamente para la Cumbre de la Infancia por el doctor Rafael Lozano. Se sabe que con la entrada a la adolescencia se produce un aumento importante en el riesgo de morir violentamente, sobre todo entre los varones. Pues bien, en 1996 el número absoluto de muertes por homicidio en menores de un año fue el mismo que entre los jóvenes de 15 años, con la diferencia que entre estos últimos afectó mucho más a los varones, mientras que los homicidios de niños pequeños ocurrieron en proporciones muy semejantes en ambos sexos.
Pero las muertes que son registradas oficialmente como homicidios representan apenas la punta del iceberg. Muchas otras defunciones son producto del maltrato y el abandono. La situación que prevalece en el Distrito Federal sirve como ilustración. Si a las muertes de menores de un año registradas como homicidios se les suman las ocurridas como resultado del abandono, el número de víctimas fatales de la violencia se duplica. Y, como se señaló antes, las defunciones son tan sólo la consecuencia extrema y más visible de este fenómeno.
Al rezago que sufre la población infantil en materia de desnutrición e infecciones viene ahora a sumarse el problema de la violencia. Este cúmulo de sufrimiento constituye la mayor hipoteca que pesa sobre los hombros del país, pues ahí se compromete su futuro. En realidad, los números son irrelevantes ante una situación como ésta, pues una sola defunción infantil por violencia resulta intolerable. Mientras tantos niños mexicanos sucumben a ella, sus muertes seguirán siendo las huellas delatoras del fracaso de nuestra sociedad.