Fernando Prieto Hernández
¿Somos especiales?

Desconozco la razón por la que los seres humanos tenemos una fuerte tendencia a sentirnos únicos. O, como dicen las tarjetas de novios: algo especial.

La ciencia ha constatado la relación del comportamiento de los seres vivientes con fenómenos físicos y químicos más o menos complicados, más o menos fáciles de desentrañar; pero nos negamos a aceptar que nuestra conducta tenga la misma explicación y nos proclamamos los depositarios exclusivos de la inteligencia y del libre albedrío, y hasta de almas espirituales individuales, no sólo en este planeta, sino en el universo entero. No sé por qué ese culto a la unicidad es más marcado entre las culturas de origen europeo, con la notable contribución de la teología hebrea.

Me parece extraña peculiaridad esta dificultad para ver las semejanzas entre lo otro y yo, entre los otros y nosotros, aunada a la incapacidad de apreciar las diferencias entre quienes no son ajenos.

Sentimos que existe una diferencia enorme entre yo y los demás, mientras que éstos -entre más lejanos sean- nos parecen más iguales entre sí. La sentencia de que todos los chinos son idénticos nunca se la oiremos a un chino, y casi es actual la controversia acerca de si los indígenas americanos son seres humanos.

Algo parecido sucede en lo que se refiere a las diferencias sexuales. No es difícil a un hombre sentirse único ante los otros hombres, pero con facilidad se le oirá afirmar que las mujeres son todas iguales (cosa similar podrá decir de los hombres una mujer).

Y en cuanto a las personas homosexuales, ¿se parecen todas? Estoy seguro de que no, como tampoco las heterosexuales, las bisexuales ni las transexuales. No lo digo de memoria ni por principio, sino por observación. También puedo afirmar que las diferencias psíquicas y físicas no son necesariamente mayores entre las personas que no tienen la misma orientación erótico-afectiva que entre las que comparten dicha disposición.

No pretendo negar la existencia de clases de cosas. La teoría de los conjuntos comprende conceptos muy importantes para la unificación de la ciencia, incluyendo las llamadas humanidades, y para la comprensión del pensamiento. Pero es un reflejo de nuestra mente y solamente a través de ella lo es del mundo exterior. Se trata de un problema de la teoría del conocimiento en el que no tiene caso ahondar aquí. Además, al concepto original de los conjuntos se ha venido a agregar, con resultados inspiradores, el de los conjuntos borrosos.

Permítanme también poner en duda (actitud legítimamente científica) el que sean los institutos, las escuelas y las universidades los depositarios y generadores de los más grandes logros de la humanidad, y que la ciencia sea nuestra mayor riqueza. No deseo hacer una defensa de la ignorancia ni de la irracionalidad. Quiero, sí, mantener una prudente distancia del elogio de la razón como algo nuevo y cualitativamente distinto de toda otra forma de actividad neural, y también alejarme del culto a la ciencia como una forma privilegiada del conocimiento.

Si juzgamos cada una de ellas por sus manifestaciones más sublimes y no por sus mayores yerros, es únicamente cuestión personal o cultural el preferir la ciencia y la razón ilustrada a las diversas formas de mitología o de pensamiento mágico. En todos los ámbitos existen personas, comunidades o prácticas generalizadas admirables, a las que no encuentro esencialmente disímiles. Y el arte, ¿no será un buen candidato a eso peculiarmente humano en lo que con tanto afán se desea hacer énfasis?

Pero si se atiende a los tiempos históricos (cinco, seis mil años tal vez) ¿quién puede ocultar los horrores prohijados por variadas combinaciones de la religión, la política, la economía y la técnica?

Violencia, asesinatos, guerras, esclavitud, tiranía, oscurantismo, intolerancia, racismo, imperialismo, fascismo, totalitarismo, capitalismo, ecocidio... Díganme ustedes si puede afirmarse que hay alguna diferencia que no sea cuantitativa entre el hombre primitivo y el contemporáneo.