El Día Internacional de la Mujer encuentra a las mujeres mexicanas, y particularmente a las más pobres, entre las que se cuentan las indígenas, en una situación difícil pues sobre ellas cae todo el peso de la crisis económica, de la discriminación sexual y también de los efectos culturales y sociales disolventes que tiene la destrucción de las viejas relaciones familiares y comunitarias. Algunos datos ilustran el calvario de la mayoría de nuestras connacionales: no sólo hay un vacío legal que hace que no se pueda impedir que se discrimine en el empleo a las mujeres embarazadas sino que también, a pesar de que la mitad de los hogares tiene una jefa de familia (viudas, esposas de emigrados, madres solteras), las mujeres carecen de créditos especiales y, en los sectores rurales, las Unidades Agrícolas e Industriales para la Mujer no funcionan en dos terceras partes de los casos, mientras, como en Acteal, la violencia criminal se ensaña contra mujeres indígenas doblemente inermes y en nuestra frontera norte aterran los asesinatos impunes de jóvenes trabajadoras en Ciudad Juárez o las condiciones de trabajo que muchas veces imperan en las maquiladoras que utilizan predominantemente mano de obra femenina.
Les sobra pues razón a las parlamentarias que en el encuentro de mujeres han decidido que en cada Congreso estatal se forme una Comisión de Equidad y Género y que se trabaje urgentemente para dar seguimiento a los acuerdos de la Conferencia Mundial sobre la Mujer realizada en Pekín y para promover los cambios legales que permitan avanzar hacia una real igualdad de la mujer. Y es igualmente importante el pronunciamiento del Presidente de la República contra los fanatismos y presiones de todo tipo que quieren impedir el desarrollo de la planificación familiar y la lucha oficial contra los terribles efectos médicos y sociológicos de la maternidad infantil y de la mortalidad entre las mujeres adolescentes, así como los de cientos de miles de abortos clandestinos. México, por su compromiso en Pekín y por su esfuerzo constante por dar a la mujer la igualdad de condiciones que impone el grado actual de civilización, no puede cejar en esta tarea porque la elevación del papel de la mujer es también la medida del nivel de democracia y porque con más derechos y más preparación de las mujeres la productividad y la calidad del trabajo de todos los mexicanos, sin diferencias de sexos, crecerán rápidamente y, con ellas, aumentará la competitividad de nuestro país.
Si actualmente las mujeres están conquistando un poco más de lugar en la vida académica y política, todavía están discriminadas en el campo salarial, en la calidad de los puestos de trabajo que ocupan, en lo que se refiere al crédito, en la distribución de las cargas familiares, en los textos legales anticuados y carentes, en la cultura cotidiana. Esa discriminación destruye el tejido nacional y la indiferencia ante la suerte de la mujer mina la solidaridad en todos los terrenos además de impedir que la sociedad extraiga todo el provecho posible de la resistencia y del heroísmo cotidiano, demostrados en todo momento por las mujeres mexicanas y particularmente por las más pobres, las indígenas, las campesinas.
El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, no es una fiesta, conmemora un crimen brutal y masivo cometido contra decenas de trabajadoras no sólo por un infame espíritu de lucro sino también por un terrible desprecio por sus vidas como productoras y como mujeres. Conmemorarlo es recordar que todos los días hay que conquistar un puesto al sol para las que están a la sombra de la sociedad. Es que sin la igualdad de las mujeres en el hogar, el trabajo y la sociedad, no pueden haber ni democracia ni justicia social, ni relaciones realmente humanas.