Estábamos los cabales rumiando nuestro aburrimiento llenos de amargura. Ya no había llegado gente a la plaza y el espíritu se deleitaba en espera de los toros de Los Martínez. La más clara y transparente de las cervezas nos hacía subir la sangre llena de bárbaros fermentos. Cada cabal en su barrera, dormitaba y daba al aire su paso, marcándole el ritmo. Los torerillos de la pena con las uñas desgarradas, revolcaban la desesperanza y furia por el ruedo. Los villamelones se habían ido y a los locos cabales no parecía movernos ni un ápice de los marginales del toreo con su quehacer pueblerino. Sólo las guapas primas nos envalentonaban el alma.
La corrida a más de aburrida sería larguísima e infectada por el desmadre de la grilla torera, que habla de becerros y pitones despuntados. De pronto en un sobresalto aparecieron toros de verdad con párpados como castañuelas, pupilos crepusculares como la tarde que se fue haciendo noche, lustroso el pelo, negras las pestañas y las pezuñas aún mas negras que los demás negros que provocaban el olé cargado en la e de los que dormitabamos a ritmo de bostezo jacarandoso. El meneo de los toros describía parabólicas trayectorias de espasmos hormonales que despertaban sus curvas sobre los morrillos.
``Por su trapío, gracias, muchas gracias'', les gritabamos los de la cabalada que hasta ese momento nos sepultábamos en la abstinencia de las barreras heladas pobladoras de altos silencios en las que sólo permanecíamos los de siempre, sin escándalos, ni protagonismos; en espera, siquiera de una verónica, un pase natural que tableteara el coso y que nunca llegaron. Afortunadamente nos regocijábamos con la decisión de Ricardo Montaño que le buscó las costillas a los toros de La Pena.
Sólo el mirar de los toros acompasaba el temblor de los cabales y pintaba la plaza de negro con su pestañar desvelado y silencioso y del que participábamos más silenciosos aún, los pocos que entre irnos y quedarnos, esperábamos no redondos sino a un toro de embestida noble y encastada, como el quinto de la tarde con el que no pudo José Luis Bote.
En la noche de luna casi llena se iba la temporada de no pasa nada y se llevaba el alma de la plaza por su boca abierta. Vibraba desde el ruedo corneada en la ingle torera su lamento callado. Un lamento por el toreo de riesgo que propicia la emoción y se fue por los aires. Un toreo con toros como los de ayer y no becerros como los despachados en la temporada. Toros a los que se les citara en la perpendicular y se cargara la suerte al quebrarlos en el embroque, dejando a los bureles siempre imantados en la visión de la tela.
Ni más ni menos, sólo el --eso es-- que ha desaparecido, desaparece de las plazas, quedando en su lugar un toreo a becerros descargando la suerte --dizque ligado-- con el pico de la muleta; cruzándose a los toros para descolocarlos e impedir que sigan la muleta debido a los lejos que se les despide. En fin... los toros de los Martínez bien presentados debilones con los caballos sosos, con pocos pases como corresponde a su edad y los problemas propios de la misma; no pudieron los toreros, aunque hay quee salvar el deseo de triunfo de Ricardo El Negro Montaño.