Hermann Bellinghausen
Pálidos en la tiniebla

Va la noche rota por el tren llenándose de un nuevo visitante: el viento. No el que suman la atmósfera y la carrera del convoy, ni el viento que brisa por lo regular las planicies del desierto que baja hacia la frontera y la costa. No el viento que haría ondear una bandera ni el que inclinaría la hierba.

Velasco lo siente de inmediato. Es un cambio que truena en la maquinaria, un estremecimiento más parecido a sismo, a colisión. Un ventarrón salvaje, lo que sería un huracán a un barco. El apilamiento de troncos que camina Velasco se desordena, las pirámides revientan, milagrosamente contenidas aún por las cadenas.

El cae, no una, ni dos, siete veces. Se machuca las manos, se abre la frente, se azota el costado y las dos rodillas.

Tan repentino el zarandeo que no le da tiempo de nada. Y otra vez a ciegas. En ausencia de la luna no se ven las cosas, y menos cuando la ventisca se llena. Una cortina de ínfimas municiones de arena acribilla el tren, que hasta pierde velocidad. Los ojos y demás orificios de la cabeza se le llenan de insidiosa arena. Ya no oye, ya no grita, ya no ve, nada más se agarra de donde puede, y se arrastra.

Vagamente lo orientan las luces del carro morado, ya próximo. Apenas manchones que quisieran ser más pálidos en la tiniebla.

Le sorprende alcanzar el fin de la segunda plataforma de madera desordenada por el viento, justo cuando las cadenas ceden y dejan ir los grandes troncos que caen del tren, chocan contra la tierra y ruedan en fenomenal derrumbe.

Para variar, Velasco se salva por puritita suerte. Tantea la junta y pega un brinco a la puerta del vagón de pasajeros, según él recuerda, de color morado, y se desploma en ese, el primer resguardo, se acurruca y espera, cogido del barandal que él recuerda blanco.

Patea la puerta sin fuerza (¿cuál?), pero ésta se desliza levemente, promete abrirse y no lo hace. Patea de nuevo, la hoja oscila, deja salir un hilillo de luz. Velasco se arrastra en la rendija y entra al carro. La puerta se abre toda, con violencia, y se azota y cierra, dejando fuera el fragor de la tormenta en el desierto. Tanto aire no lo dejaba respirar, así que una vez más se concentra en recuperar el resuello.

Un pasillo iluminado. Un incierto cuchicheo de voces. Un tintín de vidrios, quizás un candil o un juego de copas. Velasco se incorpora y camina por el pasillo. Desliza la puerta del primer compartimento con la mano derecha y de pronto tiene ante sí una mujer en camisón que lo mira y grita sin gritar, ahogadamente, con una mano en la boca abierta.

(Hay que tener en consideración una cosa: lo que la mujer mira no es un hombre así nada más. Ante sí aparece un bulto informe, empanizado, lleno de heridas que mezclan sangre y arena. Un hombre gris, una estatua sucia. Cualquiera se asusta).

Una voz firme, masculina, suena de más lejos:

-Sonia, ¿estás bien? ¿Qué es ese aire?

Sonia agita la cabeza, negando, aunque quien la puede ver es Velasco, no el que le habla desde otro compartimento. Rechina al deslizarse otra puerta. Viene el hombre.

Por esa idea, errónea pero común, de que un hombre es más peligroso que una mujer, Velasco se arroja dentro del compartimento de la aterrada Sonia, se tira bajo la litera y se oculta sin decir apenas nada.

Llega el hombre. Velasco ve unos impecables botines de charol blanco y negro, de los llamados dominó.

-Sonia, ¿estás bien?

-Sí -murmura ella.

-¿Qué tienes?

-Nada.

-¿Nada? ¿Segura?

-Es el viento, Fernando; es el viento.

Fernando arrastra las suelas sobre la arena que dejó el rastro de Velasco.

-¿Y esta arena? ¿Dejaste abierto?

Camina a la puerta por donde entró Velasco. Se oye correr un postigo.

Regresa. Imperativo, sin ternura, desconsideradamente, le ordena a Sonia.

-Ven acá.

Y se la lleva.

¿Por qué no lo delató?, se intriga Velasco. Si le es cómplice a él, que no pasa de piltrafa informe y ni la cara le ha visto, es que Sonia es una prisionera, y teme más a Fernando que al espanto espantado que trajeron la noche y la tormenta. ``¡Uta! Otra'', piensa Velasco. Otra vez una mujer en manos del hombre peor.

Fernando empuja a Sonia, la arrastra con furia, como para darle la razón a lo que piensa Velasco, que luego piensa que lo importante no es tanto controlar las circunstancias, como evitar que las circunstancias lo controlen a uno; eso es poco, dadas las circunstancias, basta.