La Jornada Semanal, 8 de marzo de 1998



TODOS LOS NOMBRES


José Saramago


De pronto, un oscuro escribano del registro civil decide llevar una colección de gente famosa para salvaguardar todos sus apellidos. Este hombre sin vida propia, que hurga en los nombres ajenos y busca en ellos un sentido del mundo, protagoniza el nuevo prodigio narrativo de José Saramago. Ofrecemos un pasaje decisivo de esta novela, que editorial Alfaguara pondrá en circulación en unos días.



Además del nombre propio de José, don José también tiene apellidos, de los más corrientes, sin extravagancias onomásticas, uno por parte de padre, otro por parte de la madre, según la norma, legítimamente transmitidos, como podríamos comprobar en el registro de nacimiento existente en la Conservaduría si la sustancia del caso justificase el interés y si el resultado de la averiguación compensara el trabajo de confirmar lo que ya se sabe. Sin embargo, por algún motivo desconocido, si es que simplemente no se desprende de la insignificancia del personaje, cuando a don José se le pregunta cómo se llama, o cuando las circunstancias le exigen que se presente, Soy Fulano de Tal, nunca le sirve de nada pronunciar el nombre completo, dado que los interlocutores sólo retienen en la memoria la primera palabra, José, a la que después añadirán o no, dependiendo del grado de confianza o de ceremonia, la cortesía o la familiaridad del tratamiento. Que, dígase ya, el don no vale tanto cuanto en principio parece prometer, por lo menos aquí en la Conservaduría General, donde el hecho de tratarse todos de esa manera, desde el conservador al más reciente de los escribientes, no tiene siempre el mismo significado en la práctica de las relaciones jerárquicas, incluso se pueden observar, en la manera de articular la breve palabra y según los diferentes escalones de autoridad o los humores del momento, modulaciones tan distintas como son las de condescendencia, irritación, ironía, desdén, humildad, lisonja, lo que bien muestra hasta qué punto pueden llegar las potencialidades expresivas de una cortísima emisión de voz que, a simple vista, parece decir una cosa sola. Con las dos sílabas de José y la del don, cuando éste precede al nombre, sucede más o menos lo mismo. En ellas siempre será posible distinguir, cuando alguien se dirige al nombrado, en la Conservaduría y fuera de ella, un tono de desdén, o de ironía, o de irritación, o de condescendencia. Los restantes tonos, los de humildad y de lisonja, embaucadores y melodiosos, esos nunca sonarán a los oídos del escribiente don José, esos no tienen entrada en la escala cromática de los sentimientos que le son manifestados habitualmente. Hay que aclarar, sin embargo, que algunos de estos sentimientos son mucho más complejos que los antes enumerados, en cierto modo primarios y obvios, hechos de una sola pieza. Cuando, por ejemplo, el conservador dio la orden, Don José, múdeme aquellas carpetas, un oído atento y afinado habría reconocido en su voz algo que podría clasificarse, salvando la evidente contradicción de los términos, como una indiferencia autoritaria, esto es, un poder tan seguro de sí mismo que no sólo mostraba ignorar a la persona a quien se dirigía, a la que ni siquiera miraba, sino que dejaba claro, ya en ese momento, que no se rebajaría después a verificar el cumplimiento de la orden. Para alcanzar los anaqueles superiores, allá en lo alto, casi a ras del techo, don José tenía que utilizar una escalera de mano altísima y, como sufría, para su desgracia, de ese perturbador desequilibrio nervioso al que vulgarmente llamamos atracción del abismo, no le quedaba otro remedio, si no quería dar con los huesos en tierra, que atarse a los peldaños con una fuerte correa. Abajo a ninguno de los colegas de categoría, de los superiores ni vale la pena hablar, se le pasaba por la cabeza la idea de levantar los ojos para ver si el trabajo transcurría bien. Dar por entendido que sí era otra manera de justificar la indiferencia.

Al principio, un principio que venía de muchos siglos atrás, los funcionarios residían en la Conservaduría General. No propiamente dentro, en promiscuidad corporativa, sino en unas viviendas simples y rústicas construidas en el exterior, a lo largo de las paredes laterales, como pequeñas capillas desamparadas que se hubieran ido agarrando al cuerpo robusto de la catedral. Las casas disponían de dos puertas, la puerta normal, que daba a la calle, y una puerta complementaria, discreta, casi invisible, que comunicaba con la gran nave de los archivos, cosa que en aquellos tiempos y durante muchos años fue tenida como sumamente beneficiosa para el buen funcionamiento de los servicios, ya que los empleados no estaban obligados a perder tiempo en traslados a través de la ciudad ni podían disculparse con el tránsito cuando llegaban con retraso. Además de estas ventajas logísticas, era facilísimo mandar la inspección para verificar si faltaban a la verdad cuando se les ocurría presentar baja por enfermedad. Desgraciadamente, un cambio en los criterios municipales sobre el ordenamiento urbanístico del barrio donde se situaba la Conservaduría General, forzó la demolición de las singulares casitas, excepto una, que las autoridades competentes decidieron conservar como documento arquitectónico de una época y recuerdo de un sistema de relaciones de trabajo que, por mucho que pese a las livianas críticas de la modernidad, tenía también sus cosas buenas. Es en esta casa donde vive don José. No fue a propósito, no lo escogieron para ser el depositario residual de un tiempo pasado, si ocurrió así sólo hay que achacarlo a la localización de la vivienda, situada en un recodo que no perjudicaba a la nueva alineación, por tanto no se trató de castigo o de premio, que no los merecía don José, ni uno ni otro, se permitió que continuase viviendo en la casa, nada más. En todo caso, como señal de que los tiempos habían mudado y para evitar una situación que fácilmente sería interpretada como de privilegio, la puerta de comunicación con la Conservaduría fue condenada, es decir, ordenaron a don José que la cerrase con llave y le avisaron de que por allí no podía pasar más. Esta es la razón por la que don José tiene que entrar y salir todos los días por la puerta grande de la Conservaduría General, como otra persona cualquiera, aunque sobre la ciudad se desencadene la más furiosa de las tormentas. Hay que decir, no obstante, que su espíritu metódico se siente libre obedeciendo a un principio de igualdad, incluso yendo, como en este caso, en su contra, aunque, también es verdad, hubiera preferido no tener que ser siempre él quien subiera por la escalera de mano para cambiar las carpetas de los expedientes viejos, sobre todo sufriendo de pánico a las alturas, como ya ha sido dicho. Don José tiene el encomiable pudor de aquellos que no andan por ahí quejándose de trastornos nerviosos y psicológicos, auténticos o imaginados, lo más probable es que nunca haya hablado del padecimiento a los colegas, de lo contrario éstos harían algo más que mirarlo recelosos mientras él está encaramado en lo alto, con miedo de que, a pesar de la seguridad de la correa, pierda el equilibrio y les caiga sobre la cabeza. Cuando don José regresa al suelo, todavía medio aturdido y disimulando lo mejor que puede el último mareo del vértigo, a los otros funcionarios, tanto a los iguales como a los superiores, ni siquiera les aflora al pensamiento el peligro que han corrido.

Ahora llega el momento de explicar que, incluso teniendo que dar aquel rodeo para entrar en la Conservaduría General y regresar a casa, a don José sólo le trajo satisfacción y alivio la clausura de la puerta. No era persona de recibir visitas de colegas en el intervalo del almuerzo, y, si alguna vez caía en cama, era él quien de motu proprio iba a mostrarse a la sala, presentándose al subdirector correspondiente para que no quedaran dudas sobre su honradez de funcionario y para que no tuviesen que mandarle la fiscalización sanitaria a la cabecera. Con la prohibición de usar la puerta, quedaban aún más reducidas las probabilidades de una intromisión inesperada en su recato doméstico, por ejemplo, si dejara expuesto encima de la mesa, por casualidad, aquello que tanto trabajo le venía dando desde hacía largos años, a saber, su importante colección de noticias acerca de personas del país que, tanto por buenas como por malas razones, se habían hecho famosas. Los extranjeros, fuese cual fuese la dimensión de su celebridad, no le interesaban, sus papeles se encontraban archivados en conservadurías distantes, si también les dan ese nombre por ahí, y estarían escritos en lenguas que no sabría descifrar, aprobados por leyes que no conocía, aunque usara la más alta escalera de mano no podría alcanzarlos. Personas así, como este don José, se encuentran en todas partes, ocupan el tiempo que creen que les sobra de la vida juntando sellos, monedas, medallas, jarrones, postales, cajas de cerillas, libros, relojes, camisetas deportivas, autógrafos, piedras, muñecos de barro, latas vacías de refrescos, angelitos, cactos, programas de ópera, encendedores, plumas, búhos, cajas de música, botellas, bonsais, pinturas, jarras, pipas, obeliscos de cristal, patos de porcelana, muñecos antiguos, máscaras de carnaval, lo hacen probablemente por algo que podríamos llamar angustia metafísica, tal vez porque no consiguen soportar la idea del caos como regidor único del universo, por eso, con sus débiles fuerzas y sin ayuda divina, van intentando poner algún orden en el mundo, durante un tiempo lo consiguen, pero sólo mientras pueden defender su colección, porque cuando llega el día en que se dispersa, y siempre llega ese día, o por muerte o por fatiga del coleccionista, todo vuelve al principio, todo vuelve a confundirse.

Ahora bien, siendo claramente esta manía de don José de las más inocentes, no se comprende por qué pone tantos cuidados para que nadie sospeche que colecciona recortes de periódicos y revistas con noticias e imágenes de gente célebre, sin otro motivo que esa misma celebridad, ya que le es indiferente que se trate de políticos o de generales, de actores o de arquitectos, de músicos o de jugadores de futbol, de ciclistas o de escritores, de especuladores o de bailarinas, de asesinos o de banqueros, de estafadores o de reinas de belleza. No siempre tuvo este comportamiento secreto. Es verdad que nunca quiso hablar del entretenimiento a los pocos colegas con quienes tenía alguna confianza, pero eso se debe a su natural reservado, no a un recelo consciente de caer en el ridículo. La preocupación de defender tan celosamente su privacidad surgió poco después de la demolición de las casas donde habían vivido los funcionarios de la Conservaduría General, o más exactamente, después de haber sido prevenido de que no podría volver a usar la puerta de comunicación. Puede tratarse de una coincidencia accidental, como hay tantas, porque no se ve qué relación inmediata o próxima existe entre aquel hecho y una necesidad de secreto tan repentina, pero es sabido que el espíritu humano, muchas veces, toma decisiones cuyas causas dice no conocer, se supone que lo hace después de haber recorrido los caminos de la mente con tal velocidad que luego no es capaz de reconocerlos y mucho menos reencontrarlos. Así o no, sea esta u otra cualquiera la explicación, en una hora avanzada de cierta noche, trabajando tranquilamente en su casa en la actualización de los papeles de un obispo, don José tuvo la iluminación que iría a transformar su vida. Es posible que una conciencia súbitamente más inquieta de la presencia de la Conservaduría General del otro lado de la gruesa pared, aquellos enormes anaqueles cargados de vivos y de muertos, la pequeña y pálida lámpara suspendida del techo sobre la mesa del conservador, encendida todo el día y toda la noche, las tinieblas espesas que tapaban los pasillos entre los estantes, la oscuridad abisal que reinaba en el fondo de la nave, la soledad, el silencio, es posible que todo esto, en un instante, por los confusos caminos mentales ya mencionados, le hiciera percibir que algo fundamental estaba faltando en sus colecciones, esto es, el origen, la raíz, la procedencia o, dicho con otras palabras, la simple certificación de nacimiento de las personas famosas cuyas noticias de vida pública se dedicaba a compilar. No sabía, por ejemplo, cómo se llamaban los padres del obispo, ni quiénes habían sido los padrinos que lo asistieron en el bautizo, ni dónde había nacido exactamente, en qué calle, en qué edificio, en qué piso, y en cuanto a la fecha del nacimiento, si era cierto que por casualidad constaba en uno de estos recortes, sólo el registro oficial de la Conservaduría, evidentemente, daría verdadera fe, nunca una información suelta recogida en la prensa, quién sabe hasta qué punto exacta, podía el periodista haberla oído o copiado mal, podía el corrector haberla enmendado al contrario, no sería la primera vez que en la historia del deleatur acontecía una de esas. La solución se encontraba a su alcance. La convicción inexorable que el jefe de la Conservaduría General alimentaba sobre el peso absoluto de su autoridad, la certeza de que cualquier orden salida de su boca sería cumplida con el máximo rigor y el máximo escrúpulo, sin riesgo de caprichosas secuelas o de arbitrarias derivaciones por parte del subalterno que la recibiese, fueron la causa de que la llave de la puerta de comunicación se mantuviese en poder de don José. Que nunca tendría la ocurrencia de usarla, que nunca la retiraría del cajón donde la había guardado, si no hubiese llegado a la conclusión de que sus esfuerzos de biógrafo voluntario de poquísimo servirían, objetivamente, sin la inclusión de una prueba documental, o su fiel copia, de la existencia, no sólo real, sino oficial, de los biografiados.

Imagine ahora quien pueda el estado de nervios, la excitación con que don José abrió por primera vez la puerta prohibida, el escalofrío que le hizo detenerse a la entrada, como si hubiera puesto el pie en el umbral de una cámara donde se encontrase sepultado un dios cuyo poder, al contrario de lo que es tradicional, no le llegara de la resurrección, sino de haberla recusado. Sólo los dioses muertos son dioses siempre. Los bultos fantasmagóricos de los estantes cargados de papeles parecían romper el techo invisible y subir por el cielo negro, la débil claridad de encima de la mesa del conservador era como una remota y sofocada estrella. Aunque conocía bien el territorio por donde se movería, don José comprendió, cuando recobró la suficiente serenidad, que necesitaría del auxilio de una luz para no tropezar con los muebles, pero sobre todo para llegar sin demasiada pérdida de tiempo a los documentos del obispo, primero la ficha, luego el expediente personal. Tenía una linterna en el cajón donde guardaba la llave. Fue por ella, y después, como si llevar consigo una luz le hubiese hecho nacer un coraje nuevo en el espíritu, avanzó casi resoluto por entre las mesas, hasta el mostrador, bajo el que estaba instalado el extenso fichero de los vivos. Encontró rápidamente la ficha del obispo y tuvo la suerte de que el anaquel donde se encontraba archivado el respectivo expediente no estuviera a más distancia que la altura del brazo. No precisó de la escalera, pero pensó con aprensión cómo sería su vida cuando tuviera que subir a las regiones superiores de los estantes, allí donde el cielo negro comenzaba. Abrió el armario de los impresos, sacó uno de cada modelo y volvió a casa, dejando abierta la puerta de comunicación. Después se sentó y, con la mano todavía trémula, comenzó a copiar en los impresos blancos los datos identificadores del obispo, el nombre completo, sin que le faltara un apellido o una partícula, la fecha y el lugar de nacimiento, los nombres de los padres, los nombres de los padrinos, el nombre del párroco que lo bautizó, el nombre del funcionario de la Conservaduría General que lo registró, todos los nombres. Cuando llegó al final del breve trabajo estaba exhausto, le sudaban las manos, tenía escalofríos en la espalda, sabía muy bien que había cometido un pecado contra el espíritu del cuerpo funcionarial, de hecho no hay nada que canse más a una persona que tener que luchar, no contra su propio espíritu, sino contra una abstracción. Al indagar en aquellos papeles había cometido una infracción contra la disciplina y la ética, tal vez contra la legalidad. No porque las informaciones contenidas fueran reservadas o secretas, que no lo eran, dado que cualquier persona podría presentarse en la Conservaduría solicitando copias o certificados de los documentos del obispo, sin necesidad de explicar las razones del pedido o los fines a que se destinaba, sino porque había quebrado la cadena jerárquica, procediendo sin la necesaria orden o autorización de un superior. Todavía se le pasó por la cabeza volver atrás, enmendar la irregularidad del acto rasgando y haciendo desaparecer las impertinentes copias, entregar las llaves al conservador, Señor, no quiero responsabilidades si algo llega a faltar en la Conservaduría y, hecho esto, olvidar los minutos, por así decir, sublimes que acababa de vivir. Sin embargo, le pudo más la satisfacción y el orgullo de haberlo conocido todo, fue esta la palabra que dijo, Todo, de la vida del obispo. Miró el armario donde guardaba las cajas con las colecciones de recortes y sonrió de íntimo deleite, pensando en el trabajo que tenía ahora a la espera, las surtidas nocturnas, la recogida ordenada de fichas y expedientes, la copia con su mejor letra, se sentía tan contento que ni el hecho de saber que utilizaría la escalera de mano le quebró el ánimo. Volvió a la Conservaduría y restituyó los documentos del obispo a sus lugares. Después, con un sentimiento de confianza en sí mismo que no había experimentado en toda su vida, paseó el foco de la linterna a su alrededor, como si estuviese finalmente tomando posesión de algo que siempre le había pertenecido, pero que sólo ahora podía reconocer como suyo. Se detuvo un momento para mirar la mesa del jefe, nimbada por la luz macilenta que caía de lo alto, sí, era lo que debía hacer, sentarse en aquel sillón, a partir de hoy sería el verdadero señor de los archivos, sólo él podría, si quisiera, teniendo que pasar aquí los días por obligación, vivir por voluntad suya también las noches, el sol y la luna girando sin descanso en torno a la Conservaduría General del Registro Civil, mundo y centro del mundo. Para anunciar el comienzo de algo, se habla siempre del día primero, cuando es la primera noche la que debería contar, ella es la condición del día, la noche sería eterna si no hubiera noche. Don José está sentado en el sillón del conservador y allí se quedará hasta el amanecer, oyendo el sordo rumor de los papeles de los vivos sobre el silencio compacto de los papeles muertos. Cuando la iluminación de la ciudad se apagó y las cinco ventanas encima de la puerta grande aparecieron del color de una ceniza oscura, se levantó del sillón y entró en casa, cerrando la puerta de comunicación tras de sí. Se lavó, se afeitó, tomó el desayuno, guardó aparte los papeles del obispo, vistió su mejor traje y, cuando llegó la hora, salió por la otra puerta, la de la calle, dio la vuelta al edificio y entró en la Conservaduría. Ninguno de los colegas se apercibió de quién había venido, respondieron como de costumbre al saludo, dijeron, Buenos días, don José, y no sabían con quién estaban hablando.

Traducción: Pilar del Río