La Jornada Semanal, 8 de marzo de 1998



EL MISTERIO DE LA NORMALIDAD


Antonio Deltoro


El poeta Antonio Deltoro, autor de ¿Hacia dónde es aquí? y Los días descalzos, se ocupa en este ensayo de los raros misterios del poeta cubano Eliseo Diego, fundador de la revista Orígenes, Premio Internacional Juan Rulfo de Literatura y autor, entre muchos otros poemas memorables, de ``En la calzada de Jesús del Monte''.



En este continente con abundancia de intemperie, huracando y vulcanoso; en este siglo de manifiestos y grandes vanidades, de metamorfosis vertiginosas y delirantes, Eliseo Diego es un poeta del aire íntimo, equilibrado, de la penumbra, de la luz civilizada del interior doméstico, del polvo humilde y de la madera crujiente, de la cortesía y de la costumbre, del misterio delgado, de la luz gastada de la tarde y de la lentitud.

Desde su primer libro de poesía, En la calzada de Jesús del Monte, logra un doble milagro: echar a andar lo inmóvil y después aquietarlo; dotarlo de un movimiento acompasado. Las columnas de su calzada parecen caminar lenta, pausadamente, como las patas de un manada de elefantes que recorriera una llanura eterna. Esta velocidad en cámara lenta, que nos permite admirar en reposados asombros, agradecer en pasmos silenciosos, es la que domina toda su poesía. Casi todos sus poemas están divididos en estrofas,

y las palabras aisladas en la página, significativamente, pero también naturalmente aisladas, no son escasas. Diego es un maestro de las pausas, de los espacios en blanco, del suspenso verbal, del entredecir y del callar.

Fina García Marruz, su cuñada y compañera de la revista Orígenes, dice de su poesía: ``Por cortesía se alaban por igual los oficios humildes y los trajes espléndidos. Por cortesía se saluda al huracán y a la calma y se nombran las cosas tan despacio'', y añade: ``Toda forma existe por cortesía, ya que la forma, en cuanto es una autolimitación, está al servicio del ser de las otras, implica un sacrificio, esto es: un acto de amor.''

Este estar pendiente del otro, este tener en cuenta siempre ``la esencial heterogeneidad del ser'', lo vincula, como tantas otras cosas, a Antonio Machado. Para él ``un poema no es más que una conversación en la penumbra'' y ``la poesía es el arte de atender en toda su pureza''.

Hay poetas que nos obligan para seguirlos a adoptar una rapidez paralela a la suya, una energía similiar a la eléctrica; Huidobro es el ejemplo más significativo. Hay otros, en cambio, que nos seducen con su lentitud, que nos invitan a detenernos, a quedarnos en un verso mucho tiempo, a repasar una estrofa sin prisa, aunque sepamos que allí debajo hay otra con su verdad y su placer, con su disfrute y su demora, con su oído y su atención. Eliseo Diego es de estos últimos:

Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba.

Su poesía se funda en los pequeños gestos cotidianos, las cortesías domésticas, los afectos, al mismo tiempo ligeros y asentados; está hecha de esa misma sustancia cordial, atenta al prójimo, que deja aire y espacio a la existencia independiente del lector. En él hay una cortesía oriental, algo japonés aliado a la elegancia y la levedad.

Sus poemas emprenden viajes por el tiempo, no en busca de los grandes hechos fundadores, sino curiosos por cosas más pequeñas, quizá para él más sagradas, por efímeras y entrañables: ¿Qué miraban los ojos de una muchacha del siglo II antes de ser atrapados por el pintor? ¿Qué había de almorzar el día aquel de dicha en que su padre inauguró una pequeña escalinata en su casa de campo? Dicha actitud la resume muy bien el siguiente poema, ``Arqueología'':

Dirán entonces: aquí estuvo
la sala, y más allá,
donde encontramos los fragmentos
de levísimo barro, el sitio
del calor y la dicha.
Luego

vendrá una pausa, mientras
el viento alisa los hierbajos
inconsolables; pero
ni un soplo habrá que les evoque
la risa, el buenas tardes,
el adiós.

Como en los poemas de Machado, en los que las estaciones, los meses, la mañana y la tarde son personajes y hablan con el autor, en la poesía de Eliseo Diego hablan las cosas, las puertas, las paredes; conversan las herramientas, la madera de la mesa con la del árbol, las estaciones, los días de la semana, las horas, el tiempo, la muerte. María Zambrano nos dice respecto a esta animación de lo inanimado: ``Adentrándose en las cosas más humildes, en el polvo, en la pobreza misma, la poesía de Eliseo Diego llega a erigirlas. Mas el alma no erige, sino que recoge; no construye, sino que abraza; no fabrica, sino que sueña. Poesía, la de Eliseo Diego, que resulta tan sólo de una simple acción: prestar el alma, la propia y única alma a las cosas.''

Poesía con alma y de almas, en donde todos tienen la suya, porque, si de acuerdo a la filosofía española el poeta le presta su alma a las cosas, éstas, como todos los seres que pueblan su poesía, se la devuelven con creces; no sólo le prestan al poeta la suya, sino todo su ser, su estar y su materia. Los versos del poeta de Orígenes tienen los oídos delicadísimos y la voz adecuada para conversar con las pequeñas cosas, para escuchar sus silencios y sus sonidos y para agradecerles su compañía y su amor: ``Los muebles son animales fidelísimos./ Tú, cómoda de gruesa piel, capaz de graves cargas, robusta; silla ligera, asustadiza; cama grande; estante de plumaje suave./ ¿Acaso no acompañan el dormir en la madrugada, cuando aún no se ha nacido? ¡Ah del inerme entonces!/ Verdaderamente, sí, verdaderamente son los muebles criaturas fidelísimas.'' La casa ocupa el centro de la poesía de Diego; sus paredes dividen el universo de la agresiva intemperie del familiar interior, el de la acogedora penumbra del de la luz salvaje. Si el poema en Pellicer está situado en el centro mismo de la luz, para el poeta cubano, siempre más ambiguo, pero también habitante del trópico y pendiente de la luz de otra manera, el terreno del poema, de la casa y del hombre es el de la penumbra, producto de esta luz y de un techo, que no hay que confundirla con su enemiga, la intempérica tiniebla. La luz en Eliseo Diego es siempre ella misma, irreductible, ajena al hombre y a su medida, habitante de un lugar siempre exterior al poema, pero rondándole, como ronda a la casa y al hombre: a veces iluminándoles y dándoles calor y compañía, otras veces asediándoles, deslumbrándoles e incluso quemándoles:


Afuera está el escándalo
del sol,
y la garganta
de la cal desollada que responde
bramando de terror:

la zarabanda
maniaca de la luz
-la quema grande.

Y adentro, fresca, la penumbra
como un baño de paz...

Entre los muebles, que no son vistos como criaturas del hombre sino como criaturas como el hombre o más antiguas que él (``Está la sala poblada de criaturas como el mar o un bosque de los primeros días''); entre las cosas, que no sólo nos acompañan y nos sirven, sino que nos crean y nos modelan (``La familiar baranda me rehace las manos/ y el portal como un padre, mis días me devuelve''), la mesa de comer y el espejo ocupan en la casa de Diego sitios privilegiados. La mesa difunde su influencia benéfica por toda la casa, engendra cortesías y afectos, hace que en el interior, bajo el techo de la costumbre, a la sombra atravesada por una luz filtrada ya, entretejida en la conversación, flote entre los otros días de la semana, los laborales y exteriores, los utilitarios, el sagrado domingo. Desde el espejo, en cambio, que es ``una comprobación de los difuntos'', un adelantado de la nada, ``sopla un poco de pavor''.

Hay en Eliseo Diego una rara, extraña, permanente pero sutil convivencia entre la normalidad y lo terrible, que hace que la normalidad que rige su poesía sea una normalidad misteriosa. La infancia, verdadero país de una poesía absoluta y ágrafa es, desde su mismo seno, amenazada por el exilio de la vida adulta y por el tiempo y la nada. La muerte que campea en la poesía de Diego es una muerte discreta, anónima, invisible, que se mezcla con los objetos más insignificantes o familiares en los momentos más cotidianos o festivos, sin imponer su jerarquía, ni resaltar su presencia. Una mancha, un gato, un desconocido que pasa, un día entre semana, una brisa que aparta una cortina y que atraviesa la mirada del espejo, pueden ser indicios de que por allí anda. La muerte así se contagia de la calidad del polvo, del pelo del gato, de la humedad en la pared; pero estas materias se contagian, a su vez, del hálito de inexistencia de la muerte. Aramis Quintero, un lúcido crítico del poeta cubano, nos dice al respecto: ``Hay en la poesía de Diego un horror sin estridencias, un espanto que no por suave es menos sobrecogedor''... ``Los tormentos físicos o morales, confirman o reafirman el ser, por mucho que lo espanten. Pero el horror sin sufrimiento que viene de estos soplos efímeros de Eliseo Diego es la peor especie de miedo.''

Diego, agudo lector de Andersen, de Perrault, de los hermanos Grimm, sabe colocar la inocencia en un fondo de dolor y melancolía. Cuando más terrible es el tema, cuando más evidente y próximo es el desastre, más juguetón es el tratamiento. Como Machado, Diego suele situar los juegos de la infancia, que abundan en su poesía, en los oídos o en los ojos de un viejo, o en la luz gastada, adolorida, esquiva y moribunda del crepúsculo.

La poesía de Eliseo Diego está hecha de un tejido complejo, pero no llamativo, que entreteje las hebras de la luz con las de la sombra, las de la vejez con las de la niñez, las de la eternidad con las de los días de la semana, pero sobre todo y sobrecogedoramente, las de la confianza en la existencia del mundo con las de la duda y la nada. Pese a que Eliseo Diego es un poeta religioso y su poesía es una poesía profundamente, fraternalmente católica -como Santa Teresa cree que Dios anda entre los pucheros- no me da la impresión, como en cambio si lo hace Lezama, de que crea en la resurrección de la carne o en otro mundo más allá de la muerte. Creo que Eliseo Diego no podría, a riesgo de serle infiel a su poética, incoherente con su ley íntima, situar muerte o paraíso en otro lugar que no fuera el suyo: en la casa y entre los muebles.

La casa, ya lo he dicho, tiene como centro ``la mesa de comer, la buena mesa/ enjaezada de nieve con abejas de oro/ como un asno irónicamente burdo y fidelísimo,/ en perpetuo domingo''. La mesa, pues, en donde los miembros de la familia, como los astros, ocupan los lugares de costumbre con el domingo, día que permanece inmóvil, levitando, sobre el mantel zurbaranescamente blanco, sobre el café nocturno y aromoso, que sustituye, muy cubanamente, a la sangre de Cristo, son dos presencias luminosas. Pero el domingo al fin se acaba: ``Y pasa el Domingo y pasa/ con su fiesta inacabable/ con su leve olor amable/ a juego limpio en la casa./ El lunes todo lo arrasa/ como un as que de repente/ nos mata el rey./ Tristemente/ la vasta noche lo esconde./ ¡Si supiéramos a dónde/ cae su corona inocente!''

Si el acechante del domingo es el lunes, símbolo y representante del tiempo enemigo, el acechante de la casa es la intemperie, siempre más grande que la casa y el hombre. Pero el enemigo supremo es el no ser infinito que desde nuestro nacimiento nos aguarda. A este no ser el poeta le opone los juegos de los niños, que como pequeños dioses conmueven y borran el sueño y la furia de las cosas y disfrutan las maravillas menudas del tocar

y del tener; la gracia frágil y fugaz de las muchachas; la obstinada y sabia paciencia de las mujeres de la casa, señoras del fuego y de la trama; pero sobre todo, las lecciones de dignidad y valentía, de ritmo y de medida, de elegancia, de algunos oficios humildes, casi todos circenses, como el del payaso o el del equilibrista, o de algunas criaturas sutiles como el humo. Estos son sus maestros en el arte de aparecer y desaparecer que es el arte supremo de su poesía. Este arte es el que ensayan para realizarlo, con limpieza y pulcritud, en el arco completo de sus existencias casi todos sus personajes.

Eliseo Diego es un aficionado a las actividades quietistas que predicaba Juan de Mairena; la mera acción de salir al patio supone para él viajar hacia la infancia, catar todos los matices de la sombra, vivir en su consuelo, saborear la amargura y la belleza, lo que toda sombra lleva de crepúsculo; sentir, junto a las manchas de humedad, el olor de la decrepitud y de la muerte:

Salir al patio, entrar en el aroma
ruinoso de los años, es un poco
viajar al otro extremo de la vida
y estar como no estando
en la penumbra

de donde todo viene, adonde
todo se va, por fin, a ser silencio.

Aparecer y desaparecer, estar y no estar, ir de la penumbra a la luz y de la luz a la penumbra, del silencio al sonido y del sonido, definitivamente, al silencio, es el movimiento esencial de su poesía.

El poema ``Otra vez el equilibrista'', que acompaña estas páginas, pertenece al libro Muestrario del mundo o libro de las maravillas de Boloña; Eliseo Diego escribe un poema para cada uno de los grabados de un impresor habanero de principios del siglo XIX. La palabra de Eliseo Diego surge del desvalimiento, de la pobreza esencial que el hombre comparte con todo lo que existe, pues todo como él está destinado, poco a poco o de una vez, a desaparecer, a hundirse en la nada, cuya antesala es el tiempo. De esta pobreza nace la ironía, el juego, la solemnidad e incluso el lujo esporádico de sus versos. Por eso Diego escoge los humildes, anacrónicos, inocentes grabados de Severiano Boloña y les dedica todo un libro. En su fragilidad y en su delgada fijeza, en su miniatura y en su ordenada caligrafía ve un ejemplo. El grabador con su punta de metal en el metal o en la madera logra fijar un muestrario del mundo que incluye lo conocido y lo fabuloso: el tiempo y el zodiaco, la joven y la muerte, las legendarias estaciones en una isla tropical que las desconoce y el nativo huracán.

Como el grabador, son esenciales y comparten la misma actitud que el poeta, cada quien tiene un oficio: el humo en el aire, el payaso en la pista, la cómoda en el desván, ``hecha para ocupar un sitio, para pesar, para caer, para oponerse al tiempo''. Los oficios, o todo lo que el hombre hace en este mundo son, para el poeta cubano, como esa pequeña fogata, como ese pequeño círculo de luz y de calor que acoge a los hombres cercados por una noche más grande que toda luz, más grande aún que la Vía Láctea, más grande incluso que el tiempo.

Eliseo Diego, además de poeta, es narrador, traductor, ensayista. El único libro de ensayos que conozco es una pequeña joya que nos ayuda a redondear nuestra comprensión de su mundo: El libro de quizás y de quién sabe. Como lector a nuestro autor le gusta atender, detenerse, en los pequeños matices que hacen de un poema una obra maestra: el signo de interrogación que muestra el extremo de la piedad y del desamparo en un poema de Vallejo (``Aguedita, Nativa, Miguel?''); la palabra dentro que expresa la impotencia ante la muerte de un amigo en una canción anónima española; la utilización repetida del gerundio en un delicado poema del siglo XV; una onomatopeya en un poema del Arcipreste. Acerca del célebre verso de Darío ``Francisca Sánchez acompáñame'' nos dice: ``Francisca Sánchez me acompaña es una frase como tantas otras; pero cuando respondiendo a la anhelante solicitación de la rima, leemos: `Francisca Sánchez acompañame', ¡qué abismos vemos por la grieta que abrió el leve golpe del idioma, qué abismo de soledad y de universal necesidad de compañía! Todo en tres palabras sin forzar el idioma, como dejándole hacer, como permitiéndole que nos demuestre lo que es capaz de hacer. Uno se pregunta, viendo que la poesía latinoamericana tiende en muchos casos al acarreo, a la recua de palabras, qué aluviones, qué diluvios de papapagayos y caimanes y montañas y anacondas en sucesivas ráfagas de invocaciones, habrían sido necesarias para expresar un sentimiento semejante.''

Como la poesía que admira, Eliseo Diego no se derrama: le basta una pausa, un espacio en blanco, un ``pero'' en el extremo de un verso, una ``y'' en medio de un poema, para llevarnos a recuperar viejos sabores de humanidad o para dejarnos en los contornos erosionados donde se juntan la materia y la fábula.