La iracundia de los políticos, su incapacidad para los acuerdos, los escándalos, las impunidades y la falta de propuestas están convirtiendo a la transición en una broma de mal gusto. Es rehén del conflicto en Chiapas, el gobierno y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional han extremado sus posiciones para hacer imposible el acuerdo. Los partidos parecen atrapados. Muchos políticos están calculando que finalmente tendremos que esperar al año 2000 para que entonces uno de los partidos gane de modo abrumador e impida o imponga la reforma.
Me temo que los protagonistas están viviendo en la fantasía, que no están haciendo cálculos sensatos y que tienen una grave cuota de irresponsabilidad.
Cualquiera que haga una prospección sería de cómo pueden terminar las elecciones en el año 2000; tendrá que aceptar que es alta la probabilidad de que nadie gane de modo aplastante o de que no hay seguridad en que los reaccionarios del PRI no se impongan a los reformistas. Que es muy probable que la oposición se divida. Que es improbable que un partido democrático o un bloque de partidos pudiera superar el veto de una supuesta minoría priísta.
Lo que sí es cierto es que de no llegarse a los acuerdos fundamentales, el Presidente se debilitará enormemente. El bunker lo va a acorralar a él y a los que favorecen el cambio dentro del sistema. Es altamente probable que sin una reorganización institucional y una política económica de Estado que pueda superar el desorden transexenal se precipitará otra crisis, la sexta de final de sexenio: freno de la inversión, fuga de capitales, asalto a las reservas, devaluación brutal del peso, desastre económico. Esto no es una fantasía catastrofista: ya lo hemos vivido. ¿Podríamos resistir otro derrumbe igual sin la ruptura del orden social?
Si queremos la transición tenemos que pagar su alto precio. Todas las transiciones contemporáneas han tenido que lograr un acuerdo de reconciliación nacional.
Los que habían usufructuado el orden autoritario tienen que estar seguros que salvo aquellos que hubieran cometido delitos mayores, los demás gozarían de un borrón y cuenta nueva. Los que quieren la reforma tendrán que olvidarse de la justicia vindicativa por más duro que sea el dejar atrás los agravios.
México está viviendo una oportunidad única. Una transición en que nadie resulta aplastado o vencido. No hemos tenido una guerra sucia, no ha habido un levantamiento armado ni un movimiento popular que reclame de modo iracundo la democracia.
Si esta llega no vendrá por la presión obrera ni por huelgas generales ni por resistencia civil. La única forma en que puede llegar es mediante un acuerdo completo en la cúpula política del país. Será una transición pactada o no será.
Debemos de volver los ojos a la historia para entender lo que significa la reconciliación. Después del triunfo de la República en 1867 los liberales emprendieron la reconstrucción. Se trataba de levantar simultáneamente un orden político democrático (que nunca había existido antes) e iniciar una prosperidad económica que ``pusiera a México a la altura de las grandes naciones''.
Ambas cosas eran complementarias como lo son ahora. El eje de todo el proyecto fue la reconciliación. Y no era fácil porque el partido imperialista había sido aplastado en los campos de batalla.
Una larga época de violencia, odio y miserias tenía que ser cancelada, para acreditarlo como uno de los grandes de la historia de México. Se eliminaron las leyes que condenaban a muerte por traidores a los imperialistas. Se respetaron sus derechos civiles y se les invitó a volver a la vida pública. ``Se restableció el saludo entre vencedores y vencidos''.
Juárez promovió la creación del Senado, el veto presidencial y el sufragio para el clero. Eran medidas destinadas a estimular el juego político y era la señal para la reconstitución del partido conservador.
Juárez entendía que sin competencia los liberales acabarían por dividirse y perderían su vigoroso espíritu. Pero los jacobinos impidieron la reforma. Su partido terminó convirtiéndose en el soporte de una dictadura como con tanta claridad preveía Juárez.
En apariencia, los políticos de hoy no tienen la grandeza de los que restauraron la República. No hay la generosidad ni la imaginación de aquellos precursores de la democracia mexicana. Pero si carecemos de esas luces, al menos tengamos un realismo pragmático.
Sin reconciliación no se restablecerá la confianza que es la que genera la actividad económica. No podremos garantizar la paz. Sin reconciliación los grupos de interés aumentarán. Sin reconciliación la rijosidad y la confusión irán en aumento con consecuencias que nadie podrá dejar de temer.
Se imponen, por supuesto, reflexiones sobre el perfil de la reconciliación en México.