MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Mi adorada hija /II
Elvira nunca ha podido precisar cuánto tiempo le tomó escribir la carta que le dejó como herencia a su hija Eva antes de alejarse voluntariamente. Recuerda, en cambio, el esfuerzo que debió hacer para escribirla desde la primera hasta la última frase: Tu madre que te adora. Todas fueron difíciles, todas estuvieron cargadas de emoción y sin embargo ninguna la liberó de los rigores de la ortografía. Adoradísima con acento, hija con hache. Nena linda. ``¿Dos puntos, sin nada? O sólo con la necesidad de decir rápido, antes de arrepentirme, que me voy, desaparezco, pero al irme te dejo mi corazón.''
Según avanzaba en la escritura Elvira sentía más vivo el deseo de tachar el raudal de palabras nacidas bajo el signo de Escorpión. 12 de noviembre de 1973. El ansia de retroceder se agudizaba después de cada punto y aparte que ponía automáticamente junto a la palabra que cerraba un capítulo de su vida. Apenas visible, el signo de puntuación se le convertía en un abismo insalvable. Del otro lado la esperaban pensamientos urgidos de abandonar la zona de silencio a que ella los había confinado. ``No puedo obligarte a que aceptes mi amor, ni siquiera a que me permitas llamarte nena linda.''
Contra su voluntad Elvira retrocede a menudo hasta la etapa más amarga de su vida. Comenzó al advertir el evidente desamor de su hija -Mi única, mi adorada criatura- y terminó cuando salió de su casa decidida a no volver. El golpe de la puerta, por siempre clausurada para ella, reverberó en su cuerpo y lo sacudió con la fuerza de un estallido. Todo estaba deshecho, aun la posibilidad de retroceder. Sé que me resultará difícil no verte y que muchas veces tendré el deseo de acercarme a ti aunque sólo sea para mirarte. Ignoro cómo podré frenar este impulso.
En efecto, aquel 12 de noviembre de 1973, cuando Elvira abandonó su casa, no sabía nada. Hasta la fecha desconoce cómo tuvo el valor de saludar a las vecinas con quienes tropezó en su huida; cómo logró seguir adelante por la calle que no la llevaba a ninguna parte; cómo llegó al hotelito donde el administrador la miró desconfiado al comprobar que no llevaba más equipaje que su bolsa. Había metido en ella algo de dinero, algunos retratos de Eva y las llaves de su casa. Las dejó caer sobre la cama en cuanto entró en la habitación de paredes amarillas. Luego se sentó y acarició cada una de las llaves porque todas conducían a espacios relacionados con Eva.
Elvira está consciente de que en aquel momento su hija empezó a transformarse en un recuerdo. Su dicha de pensar que a esa Eva no la tocaría el paso del tiempo se borró apenas comprendió que sólo se recuerda a los ausentes y a los muertos. No dudó ni un segundo: antes de imaginar fallecida a su hija decidió ponerla en el nicho de la memoria que ocupan los que se alejan.
Sentada en la cama, vio llegar el 13 de noviembre. Para todos comenzaba una jornada común, llena de obligaciones y ajetreos; para ella sería un precipicio en el calendario, tan aterrador como los puntos que salpicaban su carta. Se preguntó si su hija la habría leído. Quizás el sobrecito continuaba oculto entre los pliegues de un vestido adornado con fresas de hilo-vela. ``Lo estrenó al cumplir 12 años. Lo bordé con fresas porque es la fruta predilecta de mi hija. Tempranito se lo mostré y le pedí que se lo probara. Se veía lindísima y no pude menos que abrazarla: No tengas miedo. Estamos juntas y así permaneceremos siempre, adoradísima niña.''
Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para huir de aquel recuerdo y corrió a meterse bajo la regadera, como si el agua pudiese limpiarla de sus temores. Luego se vistió y salió a la calle. Apenas entonces se dio cuenta de que por vez primera no había dejado un recadito para explicar el motivo de su salida -Fui con el sastre a recoger tu falda-. Hacerlo habría sido inútil, entre otras cosas porque todas sus ausencias, desde aquel momento hasta la hora de su muerte, estaban explicadas en la carta. 12 de noviembre de 1973.
El 13 de noviembre caminó sin rumbo hasta fatigarse. La idea de buscar un sitio para reponerse del cansancio la irritó. ¿Cómo era posible que en medio de su desolación pensara en una cafetería? Entró en la primera que encontró a su paso. La empleada la condujo a una mesa para dos. Elvira se sentó frente a la ausencia de su hija. Aquella laguna tenía la forma, las dimensiones de Eva. Sin darse cuenta de que era observada por los parroquianos, se puso a conversar con el vacío hasta que las lágrimas ahogaron su voz. ``Señora ¿qué tiene, qué le sucede? traigan alcohol, hielo, se me está privando'', gritó la mesera que acudió en su auxilio.
Han pasado casi veinticuatro años desde aquella mañana. Desde entonces Elvira ha construido una vida que ya cumple sesenta y siete años. A cambio de mantener limpio un edificio de departamentos, habita un cuarto de azotea. Además de algunas imágenes sagradas y un perico mudo, Atenógenes, la acompañan sus retratos. Cuando llegó a vivir allí tenía nada más los de Eva. Ahora la pared está recubierta con fotos de la familia que tuvo que inventarle a su hija a partir de las preguntas hechas por sus vecinas.
Al principio se conformaron con la versión de que Eva vivía en Chicago. ``¿Y por qué nunca viene a verla?'' ``Porque allá tiene un restorán y trabaja muchísimo, pero yo la visito de vez en cuando.'' Después, un diciembre en que se quedó sola en el edificio, consideró que era momento de inventar el nacimiento de una nieta. Pensó en decir cuando la presionaran las curiosas: ``La llamarán Elvira, como yo''.
La idea le resultó tan fascinante que le surgió la necesidad de materializarla. Durante varias semanas se dedicó a hurgar en las bolsas de basura de las que sacaba periódicos y revistas hasta que al fin encontró un anuncio de pañales donde una niñita le sonreía. Recortó la imagen y la colgó junto al retrato de Eva. Antes, urdió la respuesta que les daría a las vecinas: ``entre muchos bebés eligieron a Elvirita para el anuncio. Eva me mandará pronto la foto y en cuanto pueda ella y mi adoradísima nietecita vendrán a visitarme''.
Cuando comenzó su ficción jamás imaginó que tendría que seguir alimentándola al paso de los años. Ahora la pared de su cuarto está llena de recortes que muestran cómo ha evolucionado la familia de su hija. Su foto es la única que permanece igual, aunque algo borrosa. En ella Eva sigue intentando una sonrisa. Mi nena linda, mi adoradísima niña.
Percibe las risitas burlonas y el intercambio de miradas entre sus visitantes cuando insiste en mostrarles algún recorte nuevo que, enmarcado, se suma a su santoral familiar. No invierte ni un segundo en combatir la malicia de las fisgonas, sólo desea que se vayan para poner en orden su tesoro.
La forman otros recortes de periódicos. Hay quince fechados en noviembre y diciembre de 1973: ``Se busca a la señora...'' Hay siete de febrero de 1974. ``Señas particulares...'' Su preferido es el último. Se publicó en varios periódicos el 3 de marzo de 1986: bajo la palabra Vuelve aparece su foto y al pie una frase que Elvira repite todo el tiempo sin haber logrado que Atenógenes la aprenda: Te quiere, te necesita, te extraña tu adoradísima hija Eva. Después no apareció ningún aviso. Elvira comprende que a partir de ese momento ella también se convirtió en un recuerdo para su hija. Mi niña linda: te dejo mi corazón.