Angeles González Gamio
Cuna, canasta, monedero y mortaja

Son solamente algunos de los usos que tiene el rebozo, esa prenda maravillosa tan representativa de la mexicanidad. Con un indudable antecedente prehispánico, aunque con diferencias sustanciales, como la ausencia de flecos, aparecen en códices y reseñas de cronistas prendas semejantes en uso y forma.

Es interesante conocer que el rebozo se continúa tejiendo en telar de cintura, al igual que trabajaban sus textiles nuestros antepasados indígenas. Lo cierto es que a mediados del siglo XVI, ya era de uso común entre las indias, principalmente. En el siglo XVII se volvió una prenda frecuente entre mestizas, negras, mulatas, criollas y peninsulares; las primeras lo usaban en la calle y las últimas en sus casas. Poco a poco se fue volviendo una prenda de lujo entre las clases adineradas, alcanzando su auge en el XVIII, en que las señoras competían entre sí, mandando hacer rebozos finísimos de seda, con entramados de oro y delicados bordados.

En el excelente libro Santa María del Río-Un pueblo de artesanos, Paloma Quijano nos habla y muestra en espléndidas fotos, el de la última marquesa del Jaral de Berrio, en cuadros azul y blanco con toques naranjas y exquisitos bordados con figuras de animales; el pequeño rapacejo (flecos) es triangular, como era común en los rebozos del siglo XVIII. Otra maravilla es el conocido como de La Virreina, tejido con hilos de seda, algodón y plata, decorado con paisajes bordados con sedas flojas, en los que aparecen fuentes bordeadas de águilas y personajes.

No se queda atrás el llamado de San Agustín de las Cuevas, en donde se representan escenas festivas en un jardín; se piensa bordado por un indígena, ya que la figura del virrey aparece sentada como los personajes representados en los códices.

Ejemplares extraordinarios se pueden admirar en la sala de textiles que abrió recientemente el Museo Franz Mayer, poseedor de la colección de rebozos de Robert Everts, diplomático belga que vivió en nuestro país a principios de siglo y, enamorado de nuestra cultura, adquirió innumerables objetos artesanales, entre los que destaca una soberbia colección de rebozos, la mayoría del siglo XVIII.

Esta prenda tan útil, bella y nuestra, no ha perdido actualidad. Entre las mujeres de los pueblos continúan siendo parte indispensable de su vestuario; de allí se brinca a mujeres de cierta cultura y sensibilidad que con admiración lo incorporan a su atuendo, y ciertamente las seguidoras de Frida Kahlo.

El hecho afortunado es que se siguen produciendo con las mismas técnicas de antaño, aunque ya es difícil conseguir de seda, pero hay bellísimos de algodón y artisela y se han mantenido diseños ancestrales como el de bolita, caramelo, pinto abierto y palomo.

Estos tesoros textiles se pueden adquirir en varias rebocerías ubicadas, desde luego, en el centro histórico; en la calle de Venustiano Carranza en el 93 y en el 97 se encuentran La China Poblana y México Bello, ambas con orígenes en el siglo pasado, en que ese tramo de la vía estaba lleno de establecimientos especializados en esa prenda.

No hay que olvidar El Dulce Nombre de María, ubicado precisamente en la Plaza de San Pablo 14, sitio preferido de las gallas (prostitutas) que dan fama al rumbo, algunas de las cuales toman sombra a la puerta de la antigua rebocería que atienden dos adorables viejecitas, quienes hacen honor al nombre de la tienda.

También en La Merced, en la calle de República del Salvador están La Lupita y Rebozos Tonchi en el 145 A y B. En todas ellas se encuentran rebozos de Santa María, la Piedad en Michoacán y Tenancingo, estado de México, sitios reboceros por excelencia.

Para lucir uno hermosísimo, un buen lugar es el restaurante El Taquito, en Carmen 69. Con más de 70 años de antigüedad, continúa manejado por la familia Guillén que defiende su presencia y calidad, a pesar de que en ocasiones ha sido invadido por la presencia, en la calle, de hordas de vendedores ambulantes que dificultan el paso, pero vale la pena el esfuerzo para llegar, pues la comida es muy buena.