Luis González Souza
Democracia encadenada

México merece y necesita con urgencia una verdadera democracia. Desde la guerra de Independencia hasta la actual guerra en Chiapas, pasando por la Reforma y por la Revolución de 1910, ya son ríos de sangre lo que ha costado el anhelo democrático. Y, además, ya son mares de desgracias y atropellos lo que ha significado el autoritarismo.

La vieja y presumida estabilidad, en mucho atribuida a los artificios del PRI, hoy es desmentida abiertamente en Chiapas, pero también en Guerrero, Oaxaca, las Huastecas y todo lo que se acumule, junto con una criminalidad desbordada, en los próximos años (o meses). El propio PRI, que con una patética alegría celebró sus 69 años, se debate entre su enésima transfiguración camaleónica y su suicidio a punta de balas y periodicazos. El hecho es que hoy el PRI y el régimen político que le dio vida son fuente de conflictos y no de estabilidad.

La cacareada reforma del Estado sólo arroja un achicamiento tal que ya no se sabe si aún tenemos Estado. La fiebre privatizadora que la impulsa nos está privando hasta de los resortes mínimos para conducir cualquier nación. De paso, cada empresa privatizada acrecienta lo mismo el desempleo que el encadenamiento de México a corporaciones extranjeras, únicas capaces de comprar --total o parcialmente, directa o indirectamente-- las principales empresas antes estatales.

La virtual entrega del país al extranjero se alimenta, además, con una apertura tan alocada que ya no sabemos si aún tenemos un país. No sabemos si éste aún se dirige desde Los Pinos o desde Washington, Wall Streeet, FMI y similares. Sólo en este último caso podemos explicarnos la peor secuela de nuestra curiosa modernización: descapitalización a mansalva, extensión epidémica de la pobreza, un rezago educativo ya casi suicida, desempleo y subempleo convertidos en deporte nacional, niveles de desnutrición e insalubridad tendientes a la autoinmolación.

Todo, en un escenario que ya no podemos llamar tan fácilmente patria. Y todo, por posponer una y otra vez el arribo de México a una verdadera democracia. ¿O habríamos caído tan bajo si el timón del país lo controlara la mayoría y no un grupúsculo que no rinde cuentas a nadie aquí en el país, aunque sí a los centros del poder global?

En los años 70, uno de esos centros, la Comisión Trilateral (Estados Unidos y Canadá, Europa, Japón) marcaba una línea que no era del todo absurda: promover en América Latina una democracia gobernable. Algo así como una participación ciudadana suficiente para legitimar gobiernos, mas no tanta que pudiera desbordarlos. Democracia sí, pero no mucha.

Acaso por la proclividad de nuestros gobiernos modernos a ser más papistas que el Papa, ahora nos encontramos con algo peor que la democracia gobernable: la democracia encadenada. Ahora la participación ciudadana ya sólo es tolerable mientras no amenace con cambiar nuestra modernización. La misma que ha sumido al país en este nuevo ciclo de atropellos y desgracias, incluida la guerra en Chiapas. Democracia sí, pero sin alterar nuestro rumbo al matadero.

Del mismo modo en que el México moderno ha sido ejemplo mundial en materia de neoliberalismo, ahora busca serlo en materia de democracia encadenada. Ya se habla de reformas para garantizar la continuidad de la política económica salino-zedillista aun si el PRI perdiera la Presidencia en el año 2000 (ver La Jornada, 4/III/98). ¿Es democrático que la mayoría decida todo, menos lo principal? Por si fuera poco, también hay un encadenamiento a la política guerrerista (ver la actual lluvia de comunicados oficiales que sólo confirma la decisión de continuar la guerra en Chiapas). ¿Se puede reanudar el diálogo sin confianza entre las partes? ¿Puede concitar confianza quien incumple lo acordado?

Así, la transición de México a la democracia está detenida por esas dos cadenas que en el fondo son una y la misma: una modernización que sólo atina a generar guerras. No es justo ni sensato pasar de nuestra secular antidemocracia a una democracia encadenada. Urge romper las cadenas.

Si alguna vez lo fue, la opción ya no es entre una democracia plena o una democracia gobernable, mucho menos una democracia encadenada. Ahora la disyuntiva es: o una gobernabilidad plenamente democrática, o la ingobernabilidad total. Nosotros, los ciudadanos, tenemos la última palabra.

[email protected]