Uno de los temas más frecuentes en la discusión política de los últimos años ha sido el del carácter del gobierno del DF. El debate se ha centrado básicamente en si la capital del país debe ser o no otro estado con las mismas características que los demás estados del país. Para las fracciones legislativas del PRD, PAN, PT y PVEM la salida en términos generales es construir un estado; mientras para la fracción del PRI la determinación es no mover el estatuto constitucional. Todo parece radicar en el problema de si se cambia o no el carácter de la Constitución federal del país.
Conviene tomar en cuenta que el debate es viejo y tiene que ver con el perfil institucional de la Nación, con un perfil heredado de la antigua pugna entre centralistas y federalistas durante el siglo XIX. Como el libro clásico de Edmundo O'Gorman demuestra (Historia de las divisiones territoriales de México, Porrúa, 1973) los cambios y recambios que se hicieron a la estructura política-territorial del país han sido innumerables. Los estados se convirtieron en departamentos y luego volvieron a ser estados, se establecieron y quitaron territorios de dependencia central, se agregaron estados, apareció y desapareció el DF. El triunfo de los liberales determinaría una estructura en la que se reconocía la autonomía de los estados y municipios, salvo en el DF, en donde radicarían los poderes federales.
A partir de la Revolución de 1910 volvió a debate el asunto del gobierno del DF y de sus ayuntamientos, también desaparecidos y aparecidos de acuerdo a la predominancia de fuerzas centralistas o descentralizadoras. Como sabemos, en 1929 se decretó la eliminación del gobierno del DF, como gobierno designado por el Poder Ejecutivo, y de los ayuntamientos, para dar lugar al Departamento (con la denominación de los viejos centralistas) del Distrito Federal. Entonces surgió el paradigma de que sólo un gobierno centralizado podría resolver los problemas de la capital del país. Como la historia y nuestras vidas lo demuestran, el DDF no pudo resolver todos los problemas que se nos vinieron encima y, antes bien, algunos los creó y otros los agravó.
La demanda por un gobierno representativo en la ciudad de México es también antigua y tiene que ver con la historia de la democracia misma. Pero apagada por los efectos del poder centralizado que se formó en el 29 pocas veces se hizo escuchar. Sólo cuando a partir del 68 comenzaron a tomar fuerza los vientos democratizadores, y cuando la reforma política y la acción de las fuerzas de oposición abrieron la vieja estructura centralizada, pudo comenzar a modificarse el esqema antidemocrático de la ciudad de México. La elección del jefe de gobierno en 1997 es el resultado de esa enorme y creciente acción transformadora.
El papel que ha jugado el PRI en el debate de los últimos años sobre el DF ha sido verdaderamente lamentable. Colocado en el papel de defensor de las instituciones, como si éstas fueran fijas, quedó petrificado y de espaldas a la posibilidad de construir una nueva historia. Atrás quedaron sus glorias como constructor del Estado social y ahora, legitimando a ultranza una estructura autoritaria, se ha convertido en el partido más conservador. Debe reconocerse que su voto fue decisivo para la reforma al estatuto actual y ése fue, sin duda, uno de los momentos en el que el PRI pasó a la iniciativa. Sin embargo, ahora parece prevalecer la tendencia a mantener los esquemas institucionales y a representar el papel de obstáculo principal para la democracia.
La negativa del PRI a convertir al DF en un estado más de la república no tiene ningún sentido más que mantener el sistema formal actual. Es cierto que las formas cuentan, pero no son invariables como lo señala nuestra propia historia. Tampoco se trata de transformar por transformar, pero la creación del Estado 32 no anuncia una catástrofe nacional ni la disfunción de la ciudad, puesto que, como se observa con las experiencias de otras ciudades del mundo, puede operar muy bien una capital-estado. Berlín, por ejemplo, es un estado, un ``lander'', lo que le favorece en su camino de convertirse en ciudad-global.
En el lado contrario, el de la renovación, se encuentra la iniciativa de los demás partidos políticos, refrendando su papel de corrientes democratizadoras.
Ahora no tienen en el Congreso Federal la fuerza para votar el cambio en el carácter del gobierno del Distrito Federal y la recuperación de los ayuntamientos. Sin embargo, tienen de su lado el ánimo inagotable de la transformación democrática.