Horacio Labastida
El gobierno y la verdad

¿Qué puede la verdad fría y desnuda contra el prodigio esplendoroso de la mentira?

Anatole France

Claro que no es un problema sólo mexicano; de mil maneras se ha repetido en la historia universal, y todavía nos estremecen las tragedias causadas por gobiernos que ante sí se asumen dueños de la verdad absoluta. Al declararse Hitler führer de la verdad connotada en la raza pura, Stalin intérprete apodíctico de la verdad marxista, o Washington, supremo vicario de la idea democrática en el mundo, se muestran los enormes peligros de unir fuerza del Estado y una verdad que éste considera única. Ahora señalemos cosas elementales.

Aparte de que el gobierno es el ejecutivo de las funciones del Estado, y de que en las democracias el Estado significa la organización de la voluntad original del pueblo, frecuentemente el gobierno o el Estado mismo desvincúlanse del pueblo para manejar el poder en función de intereses económicos ajenos a los intereses populares. Hitler hizo a un lado a la república de Weimar y montó un Estado al servicio de la alta burguesía germana; Stalin lo había logrado con respecto a la nomenclatura soviética; y la Casa Blanca al transformarse en un gendarme universal, obediente al mando del capitalismo trasnacional. Una tiranía sin república de ciudadanos es la resultante lógica de un gobierno que se vuelve sujeto y actor de su verdad absoluta.

De esta conversión derivan torturas sin límites, asesinatos y genocidios, devastación de poblaciones indefensas y destrucciones que ni el mismo Satanás ha puesto en práctica. El totalitarismo en cualesquiera de sus formas subdesarrolladas o avanzadas carece de límites en la prosecución de sus proyectos dinamitadores de la moral y aterrorizantes de quienes, a pesar de todo, levantan las banderas de la libertad.

México no es una excepción en el planeta. Iturbide disolvió a bayonetazos al Congreso que pretendió echar abajo la monarquía, aduciendo que sólo él y su corona conocían la verdadera demanda del pueblo independiente, según lo declaró en la junta de notables que sustituyó a los constituyentes de 1822. Santa Anna no se quedó atrás. Acabó con la federación de 1824, implantó un decenio centralista y se elevó a la condición de juez inapelable de la verdad política, en buena parte de la primera mitad del siglo XIX. Más de cuatro lustros adelante, Porfirio Díaz saltó a la palestra, echó del juego político a Lerdo de Tejada y a José María Iglesias, consintió el cuatrienio de Manuel González, y a partir de su primera reelección (1884), se dejó honrar como mandatario de la verdad que le revelaban primero los latifundistas locales y luego las poderosas subsidiarias extranjeras, acompañantes del hombre fuerte hasta su marcha a París; y una vez sancionada la Constitución revolucionaria de 1917, el presidencialismo autoritario y militarista inaugurado por los primeros caudillos, entregó la secreta verdad política al presidencialismo autoritario y civil que nos gobierna desde hace más de medio siglo, a partir de diciembre de 1946.

En esa larga época pueblo y gobierno han sido extraños entre sí, en la medida en que el segundo abandonó al primero al poner sus fueros a disposición de las élites que en verdad han gobernado a los gobiernos, y así surge la contradicción en que nos hallamos inmersos los mexicanos; la verdad absoluta de la autoridad frente a la verdad histórica de un pueblo siempre activo, manifiesto, aunque rara vez acatado. En el dolor de la contradicción se agita la sociedad de nuestro tiempo, porque los Acuerdos de San Andrés y la masacre de Acteal la replican una vez más.

Los Acuerdos son la verdad de las comunidades indígenas, sancionada en el texto de la Cocopa por el EZLN y los representantes del gobierno. Sin embargo, esta verdad está ahora en duda porque la autoridad decidió que el espíritu de San Andrés no se refleja en el texto cocopaense, y por tanto que la verdad verdadera exige la revisión de la verdad de los legisladores en relación con la verdad de San Andrés.

Tres verdades encimadas unas sobre las otras forman la situación política de hoy que nos llevó a la reflexión sobre el enhebramiento de las verdades absolutas, los totalitarismos y la purgación de los pueblos respecto de la toma de decisiones públicas. Pero, repitiendo a Anatole France, ¿qué puede la verdad fría y desnuda contra el prodigio esplendoroso de la mentira? ¿Podrá mucho; podrá nada?, pues en verdad la verdad de la verdad suele ser simple y llanamente una triste mentira.