Los medios informaron recientemente el caso desolador de Sandra (omito sus apellidos por motivos legales y humanitarios), la menor secuestrada irónicamente el día del ``amor y la amistad'', presuntamente violada y salvajemente atacada a machetazos por cuatro de sus compañeros de secundaria. Al final de la pesadilla, Sandra fue abandonada por muerta en el interior de una cueva en las minas de arena de Iztapalapa. Ahí, la joven permaneció sepultada --el alma en un hilo-- por espacio de 24 horas. No obstante la gravedad de las heridas (lesiones cerebrales, cortadas en la cara y una mano semimutilada), Sandra, milagrosamente recuperada pero con el alma destrozada, abandonó recientemente el hospital de la Cruz Roja de Polanco. Desde su silla de ruedas enfrentó estoicamente a los medios de comunicación y con voz delgada pero firme agradeció a todos ``por su apoyo''. Finalmente, pidió que ``se castigue con todo el rigor de la ley a los que (le) hicieron (eso)''. Con mirada de resignación, la mano vendada, y su cabeza rasurada cubierta por un paliacate, parecía un pajarito herido.
El abominable delito no hizo sino confirmar machaconamente la falta de seguridad y los alarmantes niveles de violencia que padecemos, pero la reacción de los padres de Sandra nos obliga a vislumbrar un nivel superior de violencia, a punto de estallar entre los miembros de la sociedad civil. Conscientes de la corrupción e ineficiencia que prevalecen en nuestro vapuleado sistema de justicia, los padres de la joven apelaron directamente al presidente de la República, reconociéndolo como la única instancia que podría evitar la impunidad del crimen. En una carta inusual, los padres, abandonando las rebuscadas reverencias al titular del ejecutivo --y una amenaza a los presuntos culpables--: ``si se nos niega la justicia --sentenciaron-- nos veremos obligados a recurrir a la ley del talión: el ojo por ojo y diente por diente que surgió en los albores de la civilización, como alternativa ``un poco más humana'' a la venganza ilimitada que toleraban las sociedades primitivas.
El incidente es sumamente revelador. Demuestra, en el caso de los jóvenes victimarios, una saña ajena a nuestros valores tradicionales y, en el ánimo de los agraviados, una absoluta falta de confianza en las instituciones encargadas de impartir justicia. El presidente de la República se convierte así en el jefe de una comunidad primitiva en la cual no existe la división de poderes; en donde las víctimas simplemente le otorgan al presidente --nobleza obliga-- la ``oportunidad'' de hacer justicia, antes de lanzarse a reparar el daño por su propia mano. Hace unos años el general Ramón Mota Sánchez --¿visionario?--, entonces jefe de la policía del Distrito Federal, hizo declaraciones sumamente criticadas por una sociedad que no se reconoció al borde del abismo. El general advirtió la imposibilidad de proteger a todos los ciudadanos, y recomendó que la población civil adoptara medidas para su propia defensa. Hoy en día, agobiados por la inseguridad, los capitalinos continúan formando ``grupos de autodefensa'' en delegaciones con altos índices de criminalidad; y los comerciantes de Polanco organizan sus propios cuerpos de seguridad ante la ineficacia de los cuerpos policiacos. Atrapada entre ``guaruras'', bardas electrificadas, policías particulares, alarmas sofisticadas y restricciones cada vez mayores a nuestra libertad personal, la República se desmorona ante nuestros propios ojos.
Violadores quemados vivos en los noticiarios de la noche, ``encajuelados'' con el tiro de gracia en decenas de automóviles, ``entambados'' en las carreteras nacionales, ejecuciones sumarias en el Ajusco, procuradores de justicia dedicados a la inhumana industria del secuestro, ``viejitos vengativos'' --versión PGR-- que desatan la barbarie en los altos de Chiapas y, ahora, de cumplirse la amenaza de los padres de Sandra, progenitores prehistóricos cortando manos a machetazos y ¿violando? (es lo que exigiría en estricto sentido la ley del talión) a los asaltantes de sus hijas. Una verdadera reversión a la edad de hierro o, peor aún, a la época de las cavernas, cuando a los padres prehistóricos, o a los viejitos vengativos, se les ``pase la mano''. ¿Y el estado de derecho? Bien, gracias. ¡Con qué resignación hemos aceptado el deterioro alarmante de nuestro pacto social!