Cristina Barros y Marco Buenrostro presentaron un libro que rescata la vida cotidiana de la ciudad de México (1850-1910). Gracias al CNCA, la Lotería Nacional, la UNAM y el FCE, los autores pudieron dar a luz otra de sus minuciosas investigaciones que tenazmente combaten la desmemoria. Pequeñísima urbe de 200 mil habitantes a mediados del siglo pasado (pronto antepasado), contaba con más de 400 mil en 1910. Cifras conocidas, pero no por eso menos asombrosas si se las compara con nuestra poco transparente ciudad actual, tan alterada en los últimos 40 años.
Se trata de una ciudad de traza maciza y regular, de baja estatura, que permite observar un amplio panorama desde sus azoteas, con sus cúpulas y campanarios, sus montañas, su cielo transparente, rodeada de haciendas y ranchos que ahora son colonias: Miravalle, Coapa, Morales, Narvarte, Nápoles; pequeñas poblaciones, Tizapán, Tacubaya, San Angel, muy lejos aún Xochimilco y Chalco. En realidad, se trata de la ciudad porfiriana con sus usos y costumbres a través de la fotografía y los periódicos: un aire de inmensa tranquilidad provinciana lo invade todo, los breves anuncios donde se ofrece mantequilla cuajada y fresca, y quesos; máquinas de trillar y limpiar cebada; o donde se verifica que algunas fincas se están convirtiendo en colonias, o se admira la precariedad de ciertas áreas que apenas ``remendadas'' provocan la indignación del periodista, sobre todo en relación con la distribución del agua y los sistemas de saneamiento público. Se sigue documentando la vieja y triste historia del desagüe en México, las vicisitudes del alumbrado o el transporte públicos desde los tranvías de mulitas a los ferrocarriles que después de la Revolución casi se volvieron obsoletos.
También el telégrafo, las primeras máquinas de escribir (con los oficinistas bien engominados, trajeados y encorbatados), los viejos sistemas del montepío, la lotería nacional, los temblores, las inundaciones, los policías, los ladrones con sus anuncios antiguos que evocan una sospechosa modernidad:
``Parece que cada día se va extendiendo de esa plaga público, y que aun a las oraciones de la noche ya no está uno libre de un asalto, un golpe o cosa semejante. Dice el Monitor que hace tres noches fue robado en el callejón de López el señor D. Manuel Sevilla, quien fue asaltado y maltratado por cinco malhechores que lo dejaron derribado en el suelo. Dice también que una señora, hermana de D. Juan Lagarde, fue robada por tres ladrones, y nosotros añadimos que una de las noches pasadas, un individuo fue despojado de su capa, en la calle del Aguila por dos hombres que caminaban a caballo. Es preciso, es una necesidad que se vigilen las calles públicas, para no verse uno expuesto a ser víctima de una tropelía. Recomendamos al jefe de policía, así como a las demás autoridades de ese ramo la persecusión (sic) de malhechores que tantos males están causando''. Imposible contemplar estas imágenes sin confrontarlas con el tejido de la desmemoria, sin convertirlas en indicios de una microhistoria.
Las enfermedades son parte de la vida cotidiana y puede verse su evolución y la de la medicina social: el crup, la tosferina, el cólera morbus (de los pocos anuncios de mediados de siglo), el tifo; junto, la noticia sensacional o los remedios caseros: la viruela se eliminó en 1900, diez años después de haberse hecho obligatoria la vacuna. Los anuncios con tipografía defectuosa, primitiva, los retratos en blanco y negro ponen de relieve cuerpos e identidades: la vida íntima con sus ceremonias tradicionales (bautismos, matrimonios, muertes) hace su aparición en las fotografías familiares. Me llama la atención un retrato de una señora con copete, muy maquillada, parada de perfil, dejando ver su inmensidad vestida aparatosamente de encaje, con una enorme gorguera que le llega hasta las rodillas y una sobrefalda de holanes, y detrás de ella un garigoleado tapete persa.
Otra, muy delgada, de cinturita de avispa, con su traje de seda bordada invade con un ademán lujoso y exhibicionista un enorme sillón de brocado. Esas mujeres se preparan para iniciar una intensa vida social, a la que las obligaba el calendario festivo, las fiestas religiosas y las ceremonias cívicas. Pero no sólo había fiestas de guardar, sino paseos dominicales y los ocios cotidianos de las clases altas. Las fotografías parecen ilustrar las famosas novelas de fin de siglo, sobre todo aquellas en que se ridiculizan las costumbres, como las novelas de Cuéllar, las crónicas de Angel de Campo o los versos de Gutiérrez Nájera.
Terminó con una cita de Nelly Richards, crítica chilena: ``La memoria es un proceso abierto de reinterpretación del pasado que deshace y rehace sus nudos para que se ensayen de nuevos sucesos y comprensiones''.