La Jornada miércoles 4 de marzo de 1998

Rolando Cordera Campos
La voz que falta

Nos acercamos de nuevo a un peligroso cambio de calidad en Chiapas. Los rechazos tajantes y furibundos, cuando no juveniles en exceso, de que han sido objeto las propuestas recientes del gobierno federal por parte de diputados perredistas y voceros del EZLN, sugieren que desde esa óptica no hay campo alguno para la negociación. Pero las consideraciones iniciales hechas por algunos representantes panistas, nos hablan de un cálculo aún más extendido sobre la conveniencia de postergar sin fecha los primeros pasos para la paz.

Los dichos y abusos retóricos del subcomandante Marcos no hacen sino reforzar este temor. Parecería que para el conglomerado variopinto que emergió del año nuevo de 1994, vivir en el espacio del no-diálogo y la no-guerra se ha vuelto la opción más rendidora.

Mientras se siga por ahí, lo único que seguirá cerca de las comunidades indias y campesinas de aquella aporreada región será la violencia. Una violencia que, nos guste o no, marcará más y más a la política democrática que apenas se estrena.

No sirve de nada insistir hoy en la localización y pequeñez territorial y aun social del problema. Este se ha internacionalizado hasta lo impensable, y su impronta nacional es innegable: no hay actor político o social significativo o que quiera serlo, que no considere legítimo y rentable su uso para fines particulares o para su discurso de supuesta inspiración general. Pero esto no es lo peor.

Lo que nos tiene al borde del precipicio es la posibilidad cierta de que un nuevo episodio sangriento, más que conmover o avergonzar a la comunidad nacional, como ocurrió con la matanza de Acteal, la deje inmovilizada y sin recursos para reaccionar, quedando la opción política en tierra de nadie. De ocurrir esto, la violencia social, por desgracia inevitable por mucho tiempo, dejará de ser un motivo real y creíble para volver a buscar la negociación y el diálogo.

En una circunstancia como ésa, la violencia, venga de donde venga, servirá más bien para poner en actividad los resortes y reflejos militaristas y salvacionistas que se han incubado, o vivido en invernadero por muchos años ya, en múltiples circuitos sociales de esta desgarrada sociedad. Entraríamos así en un periodo de lucha armada real y nada virtual en Chiapas, Oaxaca o La Huasteca, pero desde luego también, irremediablemente, en la ciudad de México.

La pelota de la responsabilidad política está en la cancha de los políticos y de nadie más; de los que queden en el gobierno y de los muchos que velan armas para instalarse pronto ahí. Se trata, sin duda, de una responsabilidad que no admite dilaciones ni demasiadas generalidades.

Lo que urge hacer es disolver las posiciones irreductibles y absurdas que se han apoderado del discurso sobre Chiapas, y eso es sobre todo una obligación de los partidos y sus representantes en el Congreso. Asumirla del modo más explícito sería apenas la prueba inicial de que tenemos en ellos a los actores centrales del drama democrático.

Sin embargo, si en algún lado parece preferirse optar y votar por el silencio en materia chiapaneca, es precisamente ahí, donde deberían buscarse los caminos civilizados y democráticos para parlamentar. Se trata de un sigilo compartido por todos, salvo que estemos dispuestos a admitir como expresión parlamentaria el rechazo sin argumentos ni matiz de que han hecho gala en estos días algunos comandantes del asfalto sureño... pero del sur de la capital.

En particular, los partidos y sus legisladores tienen que dar cuenta de su posición y opinión respecto del proyecto de iniciativa hecho por la Cocopa anterior. Si se trató de una especie de ``pacto de sangre'' entre diputados y senadores tan disímbolos como los que formaron aquel organismo, tenemos que saberlo, como tenemos que saber y pronto qué es lo que piensan de la mitificada iniciativa los que ahora conforman la Comisión.

Más allá de las bravatas insensibles y groseras de algunos abogados, hay dudas serias sobre el rigor y la consistencia del proyecto, pero es la hora de que no conocemos lo que sobre esas dudas piensan partidos y legisladores. Prefieren hablar de estrategia o advertir desde San Lázaro sobre la guerra.

Puede, si así se considera conveniente, posponerse la legislación sobre los temas indígenas; lo que no puede mantenerse es la sordina que al respecto se han impuesto los encargados por ley de hacer la ley y dar cuerpo y sangre a la política democrática. Los Acuerdos de San Andrés no imponen a nadie la aceptación de uno u otro proyecto de reformas constitucionales y legales, pero sí obligan a gobierno y Congreso a someter a la consideración ciudadana la ruta o rutas para, por medio de la legislación, empezar a imaginar un horizonte habitable para Chiapas. Y ahí no ha habido voz, sólo vergonzosa huida.