Aún no sé por qué circulan sin cesar en mi imaginación los fotogramas de las momias que creó la cinematografía en las diversas etapas de su historia. ¿Será acaso --me pregunto-- por haber enfrentado en la pantalla hace apenas unos cuantos días la pesadillesca película de Jeunet y Caro, La ciudad de los niños perdidos? ¿O tal vez por haberme estremecido con otro filme de los mismos creadores, Delicatessen? No respondo ahora, porque ambas cintas --presentadas en trepidante ciclo organizado por la Cineteca Nacional-- están lejos, muy lejos de la resurrección terrorífica de antiguas momias, y muy cerca de hipotéticos mundos transtemporales y de la inhalación del sueño ajenos cerca de la paranoia claustrofóbica y de la clonación; cerca también de pulgas asesinas, carniceros despiadados y ciegos mercenarios.
¿Entonces, a qué se debe este inesperado y obsesivo reciclaje de momias en mi imaginación? ¿Quizá --termino por preguntarme-- a la resurrección de Ripley (Sigourney Weaver) y de su corte de monstruos, tal y como ocurre en Alien, la resurrección, cinta también realizada por el francés Jean-Pierre Jeunet?
El caso es que aún recuerdo las imágenes creadas por George Melis en 1899 que muestran por primera vez en el cine a una momia. Imágenes brevísimas y elementales que venían a conferir cierto sentido a una cinta de apocalíptico título, Cleopatra. Rememoro de idéntica manera los planos que realizó en 1909 otro pionero, Gerard Bourgeois, para La momie du roi cuya primitiva problemática gira en torno de la profanación de la tumba del faraón Ramsés, que vuelve a la existencia para vengarse de quienes cometieron el sacrilegio. Sin embargo son los fotogramas expresionistas articulados en célebres escenas por el camarógrafo y cinedirector alemán Karl Freund (Bohéme, 16 de enero de 1890-Hollywood, 3 de mayo 1969) los que ocupan un lugar destacado en mi pantalla particular.
Porque, ¿quién que los vio podrá jamás olvidar The mummy (1932) con la relevante actuación de Boris Karloff como Im-Ho-Teb, la momia enamorada, que al retornar a la vida mediante el desciframiento de intrincados jeroglíficos, intenta revivir un antiguo amor ahora encarnado en una joven de nuestro tiempo, Hellen Grosbenrod (Zita Johann) que visita en el museo del Cairo el sarcófago y la momia de una princesa, precisamente aquella que alguna vez amó el susodicho Im-Ho-Teb?
¿Quién olvidará las tenebrosas escenas que acontecen ante la estatua de Isis, cuando Im-Ho-Teb intenta asesinar a Hellen para después poder gozar junto a ella la vida eterna? ¿Quién, el rayo que corta su desesperada acción, transformándose en un montón de huesos calcinados? Sin duda --cuando menos así la ubico en la memoria-- The mummy no sólo es un intenso poema de amor, sino también un impresionante melodrama tamizado por el horror de una antigua maldición que se renueva periódicamente.
Ahora que me refiero a la periodicidad, surgen incontenibles en mi mente momentos alucinantes de La momia azteca (1957) de Rafael Portillo. Alucinaciones que me retrotraen a una anécdota sobre la transmigración de las almas a través de los siglos; en este caso será Flor (Rosita Arenas) la mujer que en una vida anterior fue Xóchitl, hermosa doncella náhuatl que fue ejecutada por sus amores ilícitos con el guerrero Popoca, la que viene a perturbarme. Me inquietan las escenas durante las cuales el guerrero retorna a nuestro tiempo y espacio, encuentra a Xóchitl-Flor y trata de llevarla consigo ``al más allá''.
Pero, ¿por qué evocar en este texto --vuelvo a preguntarme-- momias y transmigraciones? ¿Acaso por la resurrección de Ripley recientemente recreada en Alien? No lo sé todavía.