DobleJornada, 2 de marzo de 1998
Dicen que los chinos miran el futuro en los ojos de los gatos. Por su parte y desde siempre, las sibilas profetizan mirando las estrellas, el mineral o las raíces. ¿Qué haremos? ¿Qué harán Juana y María y Lesbia? ¿Dónde y desde dónde miraremos? ¿Nos hincharemos de valor místico y optaremos por la autoexaltación genérica?
Tras el milenio, ¿qué se quedó en el camino? ¿La culpa original? ¿La hoguera? ¿El fogón? ¿El silencio sexista? ¿La ansiedad romántica? ¿Las abuelas que todo lo sabían? ¿La violencia fálica? ¿Las visiones de Santa Teresa? ¿El miedo? ¿La justicia de los iguales? ¿La libertad de los desiguales? ¿La guerra? ¿La igualdad de los esclavos? ¿La verdad de los inocentes? ¿La escatología de la identidad? ¿El punto de vista? ¿La sombra de la Malinche? ¿El ardor revolucionario? ¿La visión de los vencidos? ¿El vacío de las palabras?
¿Cómo seremos en el próximo milenio? ¿Nos crecerán alas o escamas? ¿Seremos escépticas o pesimistas; mesiánicas y voluntaristas? ¿Seremos metafóricas, inconclusas, caóticas? ¿O se nos olvidarán las preguntas y seremos redondas, optimistas y asertivas?
En el horizonte no se avizora la dorada medianía, la placidez de sentarse a ver el río ni la armonía. Sólo queda saber lo que hemos sido, lo que haremos y lo que tal vez queramos.
El asimétrico entramado
El trasfondo es la desigualdad generalizada, que se torna extrema en las niñas indígenas de Chiapas, Guerrero y Oaxaca, para las que no bastan las políticas educativas de compensación pues ni siquiera rozan las condiciones de asimetría; una diferencia anatómica convertida en desigualdad cultural, en posición social periférica, marginal y subalterna. No obstante los programas la desigualdad se mantiene, como una serpiente que mordiéndose la cola se alimentara a sí misma. El trasfondo es un milenio cebado de violencia y desigualdad, en el que sólo el rostro de la madre se ha salvado. Y ello porque para el pensamiento sexista la madre no es una mujer, sino la tierra pródiga que mana leche y miel; y la mujer sólo es una mujer. Y por ser sólo mujeres no ha habido libertad, igualdad ni autonomía. Se han cebado sin hartarse, nos han exterminado en aforismos, en prosa y en verso, en el púlpito y en las mesas de cantina. Han anotado en textos sagrados todos nuestros pecados, los que cometimos en el inicio de los tiempos y los que no tuvimos, los que a lo mejor un día cometemos y los que nunca pensamos cometer.
En pos del milenio ¿cómo no pensar en una profetisa que anunciara la llegada de la hora de la hora final, que se secaron la miel y la hiel y caen los pétalos y las espinas? ``Ved las señas, ved la luna, ved su luz de siete días''. ¿No sería mejor hablar sin eufemismos y dar vueltas de tuerca a las palabras hasta desechar toda analogía y dar con la sencilla verdad?
¿Acaso hay una ``sencilla verdad''?
El fin del milenio suscita más que ninguna otra fecha la apariencia de que algo se acaba y llega un mundo remoto e indefinido. Para escapar al horror y la incertidumbre del presente, la vida tiende a reducirse a los fines o a los recuerdos; sólo queda la exaltación ante la proximidad inminente de la luz; o el arrepentimiento, ante la magnitud de nuestras culpas. Cuando arraiga esa opinión, lo correcto y lo incorrecto son difíciles de distinguir.
La igualdad, la justicia, la libertad son los temas de siempre, pero en pos del milenio se buscan no en los modestos mecanismos que las hacen posibles, sino en el éxtasis, el entusiasmo y la grandilocuencia. A esa exigencia corresponde un clamor por la unidad de las mujeres, para que su mirada se eleve al cielo de la democracia, la identidad, la conciencia, el lenguaje y la ética genéricas.
Estas posturas creen referirse a lo más alto y a lo más profundo, miran con desprecio los mecanismos prácticos de interlocución y se mantienen deliberadamente ajenas a las razones. No se contentan, como diría Hegel, con tener una bellota en sus manos; lo que quieren ver ante sus ojos al día siguiente es el tronco de un roble y admirar su follaje, y recoger sus frutos.
Tal vez deberíamos cambiar el foco y el punto de vista para preguntarnos por el horizonte y los datos duros de la realidad actual. Y los ``datos duros'' son los mismos: desigualdad, falta de libertades, de oportunidades y de poder. Y todo ello puede resumirse en tres palabras: falta de autonomía. Lo demás es retórica.
Libertad, igualdad, autonomía
¿De qué libertad, de qué igualdad, de qué autonomía hablamos? No de derechos naturales, como creían los griegos y los liberales. Las personas no nacen libres, ni iguales ni autónomas. Hablamos de preceptos éticos y legales, es decir, de acuerdos explícitos o implícitos sobre algo y con alguien. Las personas son libres de algo y ante alguien, son iguales ante algo y ante alguien, son autónomas respecto de algo y de alguien. La igualdad, la libertad o la autonomía abstractas y solipsistas son baratijas sin valor alguno.
Muchos han creído que libertad, igualdad y autonomía son ``cosas'' que pueden poseerse unilateralmente, y fundamentarse en modelos lógicos o usando criterios hipotético-deductivos, o apelando a la experiencia. Ese ha sido el gran error de la tradición clásica. En ésta, Aristóteles resulta paradigmático. El sostenía que: ``Es esclavo por naturaleza quien puede pertenencer a otro (y por eso es de otro)'', que ``no hay fuerza sin virtud'' y que, por ello, ``el libre manda al esclavo, el macho a la hembra y el varón al niño''. Y con tales elementos justificó una postura que se sostuvo buena parte de los dos milenios que dejamos. ``El esclavo no tiene en absoluto la facultad deliberativa; la hembra la tiene, pero ineficaz; y el niño la tiene, pero imperfecta''.
Hoy el problema es otro: la disputa gira en torno a la igualdad y la diferencia. Los unos suponen que todos los gatos de la noche son iguales y los otros que cada oveja debe balar con su pareja. Para los y las igualitaristas ingenuas, la diferencia es algo de difícil comprensión. El viejo Hegel les advirtió socarronamente: ``...se podría, por decirlo así, consolar al intelecto de la franca comprensión del hecho de la diferencia, con esto: la diferencia volverá a presentarse''. Y tenía razón: la diferencia siempre vuelve para disolver la ilusión de igualdad, desgarrando toda unidad pretendida unilateralmente.
La prueba de que la diferencia irrumpe sin pedir permiso, está en la lucha de los pueblos indios por la autonomía, en el movimiento ciudadano contra el tutelaje del Estado corporativo, en la lucha de las indígenas por su derecho a la diferencia en la diferencia. Esto ha conducido a un movimiento de pluralistas ingenuos, que descubren por primera vez la particularidad y se convierten en apologistas de los contextos locales. Exaltan lo no integrado, el margen y la heterogeneidad. En realidad hacen una metafísica negativa. Hegel diría: ``la obstinación es la libertad que se aferra a la particularidad y se mantiene en la servidumbre''.
El recurso del diálogo y la autonomía
En pos del milenio, todavía no sabemos cómo vivir juntos y en paz, como iguales. Las diferencias no nos enriquecen, nos separan. No hemos acabado de aprender que el diálogo y el consenso son los únicos recursos legítimos de una sociedad justa.
Nunca estuvimos de acuerdo con el silencio de los inocentes o con el monólogo sexista. Algunos suponen que el diálogo y el consenso son, simplemente, las modas verbales de nuestro tiempo, y se aprestan con enjundia a seguir monologando con su espejo. Pero no son modas, son los viejos y nuevos retos que debemos plantearnos si queremos un mundo en el que tengan cabida los intereses que entre todas y todos sancionemos como legítimos, racionales y justos.
Diálogo y consenso son, por así decirlo, los recursos para solucionar los problemas derivados de la diferencia. El diálogo requiere argumentos y confianza en el interlocutor; sin ellos, se puede recriminar y pactar, pero no concertar conforme a la mejor razón; con ellos, las diferencias se tornan algo común y el entendimiento racional es siempre posible. En el consenso se resuelven (no se disuelven) las formas en que pueden quedar incorporadas las diferencias; cada consenso es una trans/formación de las expectativas que acompañan la diferencia; el consenso está en la entraña misma de ``lo nuevo''. Y lo nuevo es lo común que descubrimos en el diálogo.
Por ello, también nos podemos consolar del lapidario juicio de Hegel (es decir, de la franca comprensión del hecho de la diferencia), con esto: antes, durante y después de la diferencia, está la posibilidad del diálogo; y con el diálogo, la posibilidad del consenso volverá a presentarse.
No es posible alcanzar un consenso genuino sin personas libres y autónomas que se atengan a las mejores razones. Es decir, no se trata de la comunión de los santos, sino de personas libres y autónomas que, reconociéndose iguales, ponen en común sus diferencias y establecen consensos de acción compartida. He ahí el reto del milenio que llega.
Así pues, dejemos atrás los zumbidos y parloteos. Hablemos hasta entendernos. Y ello implica que digamos la verdad.
La verdad camina por las anchas alamedas que nuestras ancestras vislumbraron. Ellas vieron que es posible un mundo de iguales donde la diferencia no sea mácula, sino elemento fundante de la vida. Un mundo, en fin, con descanso para las muertas y horizonte sin límite para las vivas.