DobleJornada, 2 de marzo de 1998
MUJERES, DEFENSA Y ESCUDO EN GUERRERO
Invisibilizada por los titulares que dan cuenta del incremento de la violencia en distintas partes del país, la registrada en pequeñas comunidades guerrerenses tiene su peso específico, no sólo por pertenecer a uno de los estados más carenciados, sino porque en esos grupos poblacionales, el abuso de poder y sus consecuencias se ceban en los más vulnerables: infantes y mujeres. Y son éstas quienes están dando la silenciosa batalla por conservar su dignidad y derecho a la vida en un clima de franca descomposición política, creciente hostilización, muerte y migración forzada.
Enclavadas en la sierra de Atoyac, El Cucuyachi, El Quemado y Agua Fría son las comunidades más afectadas por la violencia en Guerrero. En los últimos dos años se han registrado más de 30 asesinatos de militantes del PRI y del PRD, así como de ciudadanos sin partido, cometidos por grupos presuntamente paramilitares, uniformados y embozados, que portan armas de alto poder. Sus constantes amenazas de muerte han provocado calladas migraciones campesinas. A mediados de 1997, a los motivos de la emigración se sumó el temor por la presencia de tropas del Ejército federal y grupos policiacos que incursionan en los pueblos en busca de presuntos miembros del Ejército Popular Revolucionario (EPR).
Los primeros en salir de su comunidad son los hombres amenazados y perseguidos; se quedan las mujeres, con la completa carga del trabajo en el campo: con ayuda de los niños, siembran maíz, cuidan huertas, corrales domésticos, cortan café. Pero tampoco es rara la emigración familiar. El 28 de agosto de 1996 se registró la primera emigración familiar: de Agua Fría salieron unas 20 con sus hijos a cuestas, porque sus viviendas fueron balaceadas.
Decenas de familias separadas por la violencia; la vida en el filo del ataque a mansalva. Su microhistoria es atisbada en el pasar cotidiano de esas mujeres desplazadas, sin hogar fijo, responsabilizadas de atender a la familia, pero sin dinero y más pobres que en la sierra.
Otrora casas, hoy cuarteles
Pascuala Baltazar es originaria de El Cucuyachi. Con 43 años, es madre de seis hijos, y se encarga del sostenimiento familiar pues su esposo emigró hace años. Su hijo mayor, Armando de la Cruz Baltazar, de 23 años, se fue en mayo del 97: el Ejército y la Policía Judicial lo tenían en una lista de campesinos a quienes intentaban vincular con el EPR; además se le acusa de la muerte de priístas.
Pascuala se hizo cargo de las labores del campo para proveer la alimentación familiar. Pero en el pasado noviembre salió junto con sus hijos de El Cucuyachi, donde dejó casa, animales, maíz y su huerta de café. ``Los del PRI --cuenta-- pasaban frente a mi casa, tendiendo las armas; decían que si no encontraban a mi hijo, a mí me iban a matar''.
No obstante el miedo, el 10 de febrero Pascuala subió a su pueblo con otras mujeres, para apoyar a Filiberta Baltazar, quien denunció que su hija Hilda, de 15 años, había sido secuestrada por un policía judicial, del grupo que el gobernador Angel Aguirre envió a El Cucuyachi. Encontró su casa convertida en cuartel; los policías no le permitieron entrar a su propio hogar, y se regresó a Atoyac cuando vio en las calles del pueblo, junto con los judiciales, a los priístas armados de la familia Peñaloza, que la tienen amenazada de muerte.
Pascuala vive en Atoyac con otras familias, en la iglesia del Dios Unico. Allí teje servilletas, y las vende; ``con eso compro tortillas. No puedo trabajar en el campo ni salir a alquilarme porque estoy amenazada''. Ni pensar en regresar a El Cucuyachi. Su familia no cuenta ni con lo más indispensable; ``no puedo mandar a mis hijos a la escuela, no puedo comprarles ni sus lápices. Todas mis cosas se perdieron en El Cucuyachi: perdí cobijas, sábanas, la ropa de mis hijos, actas de nacimiento, y documentos de un comité de mujeres que habíamos formado para poner una tiendita. Quiero que los judiciales me paguen''.
El miedo a salir al campo
Familias desplazadas de El Cucuyachi andan desde noviembre pasado de un lugar a otro, en la cabecera municipal de Atoyac. Algunas encontraron posada con parientes. Quince familias estuvieron primero en la casa del PRD; de ahí se trasladaron a la iglesia en el centro de Atoyac, y finalmente se fueron el 8 de febrero a la iglesia del Dios Unico, donde les dio albergue el padre Máximo Gómez.
Para Olga Arroyo, una de las organizadoras del Grupo de Mujeres Campesinas de la Coalición de Ejidos de la Costa Grande, el principal problema que las mujeres enfrentan es el temor de salir al campo. En 27 comunidades de la sierra de Atoyac funcionan grupos organizados de mujeres, impulsados por la Coalición; ellas están pidiendo apoyo para proyectos productivos, con el fin de trabajar en el pueblo sin arriesgarse a salir. Y es que, afirma Olga, ``ellas quieren permanecer en su comunidad; han visto que los desplazados pierden su trabajo, no tienen dónde llegar ni de qué mantenerse''.
Lucía Barrientos García está casada con Ezequiel Arreola, de 73 años, quien es acusado por los priístas de ser el jefe de ``los armados''. Desde noviembre no puede ir a El Cucuyachi. Pasaron los meses de más trabajo en la sierra, del corte del café --diciembre y enero--, y la familia no pudo regresar; ``a mi marido lo amenazaron, él no se quería salir porque no debe nada. Pero ahora estamos aquí''.
Lucía no vive más en su comunidad de origen, pero su corazón sigue allá: dos de sus hijos, militantes del PRD, se quedaron, ``pero ya no pueden andar solos en el campo. Cuando salen a trabajar los acompaña mi hija Martina, ella anda con sus hermanos''.
Paula Arreola, de 58 años, es otra desplazada. ``Nos salimos por miedo. Acusaron a mi hijo Mario Baltazar Arreola, de que anda armado y matando gente; no es cierto. Ahora estamos sufriendo para comer. Mi hija Alejandrina también se salió del pueblo, trabaja en una cocina, y gana diez pesos al día. Cuando fui a mi casa, hallé que la Policía Judicial entró y me tiró todo. Sacaron mis sarapes, mi ropa, los colchones, y un violín que tenía de un finado, lo sacaron y lo quebraron. Quiero que los judiciales me paguen''.
Todas a una
Como las mujeres son ``débiles, y no se van a atrever a golpearlas'', ellas han sido las encargadas de rescatar de manos de los soldados a campesinos detenidos. Ellas se ponen en la primera línea y preguntan, exigen, gritan. Es una tarea nueva, del último año, cuando han sido frecuentes las detenciones con interrogatorios --a veces bajo tortura-- de sus hijos, hermanos, esposos o vecinos.
El 28 de mayo cientos de soldados llegaron a El Cucuyachi y detuvieron a Martín Barrientos Cortés, de 19 años. Primero, mujeres y hombres fueron al campamento militar, pero los soldados recibieron a la gente con las armas por delante, cortando cartucho. Después regresaron las mujeres solas, unas 40. Los soldados ya no les apuntaron. No liberaron al detenido, pero ellas ya tenían pruebas de que estaba en manos de los soldados y reclamaron la libertad de Martín, quien regresó después de 12 días de cautiverio.
La fuerza de las mujeres ha sido defensa y escudo en Guerrero. La adolescente Félix Barrientos Cortés, como tantas otras, da fe de ello. El 30 de octubre, efectivos del Ejército detuvieron en El Cucuyachi a más de 20 ciudadanos, quienes fueron interrogados sobre la ``gente armada''. Félix, de 15 años, y que está por terminar la telesecundaria, reclamó a un jefe militar por la detención de su tío, Tiburcio Barrientos García. Acompañada por sus hermanas y vecinas, Félix llegó al campamento. ``Suéltenlo, él no hace ningún mal; ustedes sí, sólo vienen a hacer males'', les dijo.
Los militares llevaron a Tiburcio a su casa, la catearon, y después lo regresaron al campamento. Unas diez jóvenes los siguieron. En eso llegó un grupo de soldados con otro campesino detenido, Leobardo Nogueda. Las muchachas no se movieron del lugar, esperaron tres horas hasta que fueron liberados los dos detenidos.
El 4 de noviembre ocurrió algo similar con Higinio Castro Zeferino, de 49 años, quien fue retenido ocho horas en un campamento. Cuando se lo iban a llevar llegó un grupo de mujeres, encabezado por su esposa Adela Baltazar, y luego de estiras y aflojas, lograron que dejaran libre al campesino.
El futuro para estas mujeres y sus familias es incierto. Amenazadas, violentadas de múltiples formas, ellas resisten en el destierro.