Beto Preciado el mágnifico subalterno mexicano se llevó y toreó a uno de los becerros lidiados a una mano, como hacía años no se veía en nuestro coso. Después del toreo del excelente peón se acabó la parte sería de la corrida y apareció el cachondeo. La plaza tenía un rico sabor a canela por el sol de picardía que derramaba la torera madrileña de rodete bajo, caderas en vaivén furioso cual bote en resaca, ceñidas en la taleguilla ovispo y oro, milagro de andadura. Hay algo de voluptuoso en el caminar por el ruedo de Cristina Sánches en el que mueve las caderas con la altivez de suave tono. Ha traído a las plazas la primera torera, ese toque de frescura por venir tocada por la centella de la gracia rapalojera y el rayo de su chispeante imaginación expresada en el curverío de su cuerpo.
Es la rubia madrileña una sátira suelta, un rejuego que anda a sacos con su faja roja y traje de luces de culera apretada y la chaquetilla cárcel del tetamen rebosante tan bello. Cuando destoreaba a los becerritos de Lebrija lidiados la tarde de ayer, era capaz de poner verde a la luna con su voluptuosidad a pesar del miedo que se le notaba, y encender el sol en la santa indignación de la palidez de su piel y labios nacarados. La línea blanca y burlona de sus requiebros dejaba resbalar el salero de sus barrios madrileños.
Lentamente en el ruedo se desvanecía la publicidad que a lo largo de dos temporadas le dio fama a la torera que ya ni con los becerros puede. Se desencuadernaba ante la imposibilidad de someter a los chivines de risa loca a su muleta. Sólo la penetrante mirada de sus ojos mielosos mezclada con extraña armonía de un no sé qué indefinido tranquilizaba a los aficionados, a pesar de su desdeñoso ademán propio de las guapérrimas como ella. Cristina Sánchez se había colado en el mundo de los toreros sin tener con qué pretendiendo desplazarlos. Los sorprendió gracias al secreto de su fascinación. Volvió las sensualidad algo especial al crear una atmósfera de encanto a su paso. Conquistaba las plazas por lo gracioso de su zapatilleo y contoneo, así para andar por casa, promotora de la sal cosquillante picosa que retosaba en la piel y dejaba una sabrosa quemadura inquietante y deliciosa.
Se vino abajo como torera Cristina, pero se mantenía por la gracia salada de su andar pinturero y ese vaivén de caderas que trasmite a los aficionados al cantar delirante su do de pechos a los chivines porque lo que arruyó ayer fueron eso; chivines de Lebrija de risa loca. Tanto así que el público acabo gritando !rateros! amén de todo tipo de mentadas en coro al juez de plaza. Los cabales se morían de risa por eso a lo que poposamente llamaron corrida Toros. Becerritos para la guapa de las caderas vaiveneras y el hijo de Manolo Martínez, que no tiene nada que hacer en los toros, !ah! Armillita no sé si estuvo en la plaza o mando a su máscara carnavalera. Lo dicho, domingo a domingo Beto Preciado se ha vuelto el atractivo de las corridas aunque sean de novillos.