Al tercer puñetazo, que le reventó en el labio, Velasco comprendió que no podía dejarse golpear así más tiempo.
Ahora que, dos vagones adelante y en medio de una pestilencia de gasolinera, mira el atardecer con alivio, todavía se pregunta por qué desató a la chamaca esa, y todo por meterse en lo que no era de su incumbencia. Deveras batalló para amarrarla de vuelta. De las manos nada más. Le intentó poner otra vez la jerga en la boca, pero ella tiró tal dentellada que lo hizo desistir. Y se tuvo que tragar la retahíla de alevosos insultos mientras se alejaba de ella. La oscuridad haría el resto para atarla. Siguió el rastro de su lámpara rumbo a la ranura de la puerta entreabierta al fondo del vagón. Le hubiera gustado que se hicieran amigos, pensaba.
El olor de la hembra lo había embriagado de tal manera que le tomó a Velasco tres trompadas de ella para ponerse en guardia y responderle de la misma púgil manera. Consiguió interponerse a tiempo entre la necesidad y sus sentimientos hormonales.
Bill seguía en la trampa, todavía colgado y al parecer inconsciente. ¿Por qué otra vez se le aparecía la mujer de otro? A ver, ¿por qué?
Eso se salió pensando del vagón, al grado de olvidar la cantidad de pacas que acaba de ver, cubriendo armas como si fueran barras de piloncillo. Al grado de olvidar la sangre que le caía del labio a la barbilla.
La noche asoma en los más inesperados resquicios de la tarde, en lo que los bosques se hacen ralos, los cerros pelones o quemados, los prados ceden lugar a los pedregales y las laderas se vuelven acantilados.
El tren enfila a la salida de la barranca con su mismo ajetreo monótono de hierros corredizos, resbaladizos, huidizos, que ruedan la vía.
Velasco ocupa el borde de la boca del carro cisterna, varias plataformas repletas de madera más adelante. Cuelga sus piernas sobre la barriga verde viejo de la cisterna. Apoya la espalda en el embudo, fuma un cigarro que quién sabe de dónde sacó y absorbe la tibieza de las tierras bajas y el desierto.
Se aproxima al carro morado, donde espera encontrar algo más comestible que lajas, cortezas y fierros.
Pero, ¿qué clase de exhibición en pelotas del peligro inútil es ésta? Por si el olor no lo dijera, grandes letreros rojos sobre la panza verde de la cisterna anuncian: ``Peligro, inflamable, gasolina''.
En el tránsito al calor llanero sus ropas al fin secaron. Está en condiciones prácticas de volar el tren, pero qué necesidad tiene de morirse. Ninguna, se dice, ninguna. Y da otra fumada a la colilla de tabaco que luego arroja (es decir, suelta en el aire veloz que se la lleva lejos).
La caída del sol proyecta una alta sombra del ferrocarril que va rayando de negro la planicie de huizaches y palmillas que parecen hombrecitos corriendo en dirección opuesta.
De donde está alcanza a distinguir detalles del carro morado. En comparación con lo repelente y desastrado del convoy al que va uncido, hace pensar en una casa de muñecas, ventanas de moldura blanca, cortinas de encaje y tiestos de petunias, panalillo y malvas.
De donde está tiene visible la escalera del carro morado, así que ve salir un garrotero, trepar al vagón adjunto y dirigirse a la cisterna, interrumpiendo el vicario reposo del polizón, que alza las piernas y se escurre atrás del embudo para ocultarse.
Anochece con una prontitud asombrosa, sin que haya un switch al cual echar la culpa. El garrotero atraviesa lentamente, casi con elegancia, las plataformas atiborradas de tablas, suficientes para construir un pueblo y con el aserrín sobrante erigir, a la entrada del improbable pueblo, un monumento al cerebro. Así, en abstracto, sin que sea el cerebro de nadie en particular.
Esta vez la oscuridad es noche auténtica, a cielo abierto. La linterna del garrotero se aproxima. Pronto estará aquí. Metido bajo la pestaña de la tapa de la cisterna, Velasco aguarda, acecha, listo para lo que sea. Entonces oye las avispas, y tienta los bordes del panal en la esquina interior de la pestaña. Su primer impulso es quitarse.
Ya está cerca el garrotero. Silba, cree que canta. Se aproxima más. Llega. Sube a la tapa del embudo y se detiene. Gira el foco sobre la panza de la cisterna y las inmediaciones del desierto que el tren atraviesa.
Velasco, agazapado debajo, se prepara, porque en cualquier momento...
El garrotero salta de la tapa y prosigue su camino a los vagones posteriores, de donde tanto trabajo le ha costado alejarse a Velasco. Dos impulsos opuestos, de sobrevivencia, pugnan en él.
Uno, dar la vuelta a la boca del embudo, pasarse el otro lado, no sea que el garrotero voltee, lo alumbre y descubra.
El otro impulso, no moverse, apostando a que su inmovilidad sea ausencia. La noche lo cobija y las sombras absolutas lo disimulan. Pero las avispas, alborotadas, le rondan orejas y cuello.
Gana el segundo impulso, a pesar de las avispas. Pero en cuanto el garrotero alcanza el fin de la cisterna y está por girar para que la escalerilla de descenso le quede al frente, Velasco se escabulle en redondo cual anguila y se ubica en el extremo contrario de la boca. Justo a tiempo. El halo del foco del garrotero pasa rozándole la cabeza, lo mismo que las avispas que salieron de su refugio y son arrastradas por el aire correlón.
Las luces del carro morado y de la, más lejana, cabina del conductor en la locomotora ya se asoman por ventanas, claraboyas y ventanillas. Y el faro delantero de la máquina apuñala la noche indefensa.